Lo que más le molesta a Luis Fernando Garavito del Pabellón del miedo, el rincón de la cárcel Tramacúa de Valledupar que es su hogar desde el 2002 cuando fue condenado a 48 años de cárcel por haber violado torturado y asesinado a 192 niños, son los chulos que bajan cada atardecer a comerse los desperdicios que se acumulan a unos cuantos metros de la colchoneta donde duerme. Tiene una hora de sol al día y el calor en ese lugar es asfixiante. A veces, al mediodía, Garavito entiende por qué a la entrada del penal hay un letrero que reza “Bienvenidos al infierno”
Pero ni siquiera eso enturbia su estadía en ese lugar. A diferencia de los otros presos de la Tramacúa él y sus temibles compañeros de patio, Rafael Uribe Noguera, el asesino de Yuliana Samboní, Luis Gregorio Ramírez, el monstruo de la soga quien en cinco años mató a sesenta personas, Javier Velasco, quien violó y mató de forma despiadada a su compañera de clase Rosa Elvira Cely y con Manuel Octavio Bermúdez, mejor conocido como el Monstruo de Monserrate, no viven en infierno del hacinamiento, el acoso de las ratas, las cucarachas y los chinches que saturan cada rincón de la Tramacúa. Su aislamiento –reciben dos visitas al año- se compensan con el derecho de hablar por teléfono cuatro horas al día. Por eso le dijo al periodista español Jon Sistiaga del canal #0, en abril del 2016, poco antes de que se abriera por segunda vez la posibilidad de salir libre, que le había salido muy barato matar 192 niños y que, si le dieran a escoger, Tramacúa podría ser el hogar más estable y agradable que había tenido.
Luis Alfredo Garavito Cubillos va a cumplir 62 años el próximo 29 de enero y desde sus primeros días en su pueblo, Génova Quindío, vivió el infierno del maltrato y el abuso sexual. La primera vez que lo violaron tenía 5 años. Dos vecinos en los que confiaba lo invitaron a su casa. El niño nunca volvería a ser el mismo. Su papá nunca habló con él. Su papá se comunicaba a punta de garrote y así fue creciendo, envuelto en una nube negra que jamás lo abandonaría.
Se fue de la casa a los 11 años, poco después de terminar quinto primaria. Empezaría un vagabundeo en donde se mantenía a punta de vender estampitas del Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen del Carmen. Así recorrió todo el país. Vivía con dos mujeres, una de ellas tenía dos niños de 7 y 10 años. Garavito nunca les levantó la mano, Garavito nunca los agredió. Si Garavito no se tomaba una gota de licor podría pasar por un padrastro amigable. El Mister Hyde salía cuando abría la botella.
Entre 1992 y 1998 Garavito se disfrazó de cura, conferencista, cuidador de ancianos y motivador profesional. En 36 municipios colombianos mató a niños siguiendo el mismo parámetro; patearles el estómago, la cara, a pisotones les demolía las manos. Les trituraba las costillas dándole saltos encima. Todos los niños resultaron mutilados.
Decían que los crímenes los había hecho una secta satánica en los departamentos del Meta, Cundinamarca, Antioquia, Quindío, Caldas, Valle del Cauca, Huila, Cauca, Caquetá y Nariño. El misterio lo resolvería en marzo de 1999 un indigente que escuchó como un hombre forcejeaba con un niño para raptarlo. El habitante de calle se entrelazó con Garavito en una pelea. Llegó a la escena un policía. A las tres horas Garavito lo confesó todo. Incluso mostró un cuaderno en donde llevaba la cuenta de los niños que mataba y violaba en esta lista.
Luego se arrodilló y pidió piedad, mostró sus heridas, su infancia desgarrada, su problema con la bebida, su esquizofrenia. Era el segundo asesino más demoledor de la historia moderna.
Garavito le dijo en una entrevista a Pirry en el 2012, mientras estaba ya preso en El pabellón del miedo que quería salir de la cárcel y llegar al Congreso para defender los derechos de los niños. Ahora, cuando está ad portas de cumplir la condena, el violador y torturador se lo sigue creyendo. No es cinismo, es simplemente locura.
| Ver también: Garavito, el monstruo que yo conocí