Era una casa cualquiera llena de afectos, rencores y perdones. Por años se había decidido, sin que se presentara alguna objeción concreta, continuar viviendo allí. La casa y sus ocupantes seguían en pie por sus propias rutinas, guerras y alarmas. Los había de todo tipo, talla y estatura; mujeres y hombres que compartían una misma lengua antigua y precaria. Era una vida simple y predecible. De vez en cuando una riña; de vez en cuando una lisonja que la sepultara. El porvenir sucedía como una hoja de un árbol que flota y se balancea en el aire antes de caer al piso. Lo que pasaba no dejaba de pasar y todo se inundaba en un presente constante de extraños que se conocían muy bien. Bajo ese techo la normalidad se alinderaba entre los manjares que brinda lo cotidiano. La casa primero, sus gentes después. Ese era el orden de las cosas.
Por esa razón la noticia llamó la atención. Era la primera vez en años que ese cuarto -o que cualquier cuarto- se mantenía bajo llave; trazando una frontera de madera erguida que separaba el encierro de la estupefacción. Un poco por revancha y un poco por orgullo, las demás habitaciones también se fueron cerrando hasta que todo se selló. Un silencio espeso se apoderó de la casa y solo permitió el paso de un barullo incierto que golpeaba las paredes con sus susurros amontonados como piedras. Parecían palabras pero no lo eran. Para evitar la llegada próxima de la locura, cada quién construyó su propia verdad. El tiempo hizo ver a los cuartos como universos absurdos aunque posibles y la memoria, de tanto naufragar entre vanidades, pisoteó los hechos y los mancilló. Ya no era una casa sino una sustancia extraña de habitaciones arrumadas.
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A pesar de que las sombras alargadas regresaron a los rincones conocidos, y los pisos de madera volvieron a crujir, el lugar, habitado pero solitario, lucía atemorizante
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Pasados los meses de lluvia y barro, un poco por cansancio y un poco por curiosidad, las puertas empezaron a abrirse de nuevo. La casa vieja habitaba una realidad diferente. A pesar de que las sombras alargadas regresaron a los rincones conocidos, y los pisos de madera volvieron a crujir, el lugar, habitado pero solitario, lucía atemorizante. Los extraños se miraban con desconfianza pero aceptaban reconocer cierto parentesco lejano; como cuando un perro olfatea su cojín favorito luego de ser lavado y puesto a secar al sol. Día tras día una pasarela de siluetas, sin excepción, evitaban la presencia de los otros como diera lugar: sin preguntarse, sin dudarlo y sin oponerse; habitaban la casa sin dotarla de vida alguna. Lo invisible es también lo que ya no quiere verse.
Nada pudo detener el tiempo precipitado por el abandono. La cocina y el comedor se llenaron de goteras y las tablillas de los pisos se encogieron como orugas fosilizadas. Los vidrios de los ventanales dejaron de aguantar los envistes del viento y cedieron su defensa hasta caer en pedazos. La pintura de las paredes se fue pelando como piel escocida y dejó al descubierto ladrillos naranjas que poco a poco se iba haciendo polvo. Un desastre lento oficiado por las agujas de la indiferencia. La devastación paulatina que trae el miedo a los otros. Una casa hecha de agujeros nacidos en la imaginación.
Nadie se sorprendió cuando el techo se desplomó por completo. Pedazos de madera y tejas molidas se fueron acumulando creando trincheras de escombros. Las montañas de tierra se convirtieron en cordilleras y se hicieron más robustas y voraces. La tierra se fue atragantando lo que encontraba a su paso. Las sillas cojas, los espejos rotos, los juguetes estropeados de los niños y las maquinas oxidadas de los viejos quedaron sepultados e indefensos. Todo fue tan lento y mortal que nadie supo escapar o mantenerse a salvo. El mundo se vino abajo con tanta parsimonia que pareció una sucesión de eventos ínfima pero inevitable. Lo que alguna vez fue una casa, con el tiempo, se convirtió en un montículo de tierra que iba escarpando el viento hasta hacerla desaparecer por completo. El silencio prevaleció para siempre.