La carta final

La carta final

"Si hubiera ayuda, uno no andaría planeando un suicidio, ¿no les parece? Matarse es siempre la última opción". Ficción

Por: Juan Carlos Gómez Becerra
enero 08, 2023
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La carta final
Foto: Pexels

Amigo lector, la mejor manera de irse de este mundo a lo mal es escribiendo una carta como esta:

No me gusta la gente, ni los insectos, no me gusta nada. ¿Por qué decido matarme? Ahora lo saben. Yo espero que me entiendan, que mi madre, sobre todo ella, me entienda. Antes me salvaba el sueño, me gustaba dormir porque me desconectaba de todo y así era llevadero esto de vivir. Pero ahora ni durmiendo, porque me atacan las pesadillas que revuelcan mi pasado, mi triste pasado, y ahora ni durmiendo, maldita sea.

Pienso que la forma más leve es la de meterse una bala en la cabeza. Pero Daniel no me prestó su pistola, dijo que seguramente era para matarme y que no y no... Le daba miedo que luego se supiera que la pistola era de él.

Borracho un día le dije que me pensaba matar. ¿Por qué sabía Daniel que la pistola era para matarme? Tomé tanto aguardiente, que le conté todo. A él, como a cualquiera, incluso a mí si fuera él el que me confesara que pensaba suicidarse, le parecía exagerado de mi parte y creía que en lugar de estar pensando cómo debía más bien de buscar ayuda.

Si hubiera ayuda, uno no andaría planeando un suicidio, ¿no les parece? Matarse es siempre la última opción, es obvio que uno ha buscado ayuda. El que se mata ha experimentado todas las maneras posibles de revertir la idea de matarse. Ha llorado mucho, ha visitado al médico, le ha contado que quiere morirse, el médico lo ha remitido al psiquiatra y el psiquiatra decide que su deber es internarlo en un hospital. El hospital es un coleccionador de locos. Es, sin más palabras, un manicomio. ¿Estás loco?

Una vez fui internado a la fuerza, me engañaron un par de enfermeros que consiguieron meterme al psiquiátrico y allí dentro me confesaron que no había manera de salir. Yo, claro, me exalté, me negué a quedarme y les pedí de mil formas que no fueran imbéciles y que me dejaran salir. Me volvieron a explicar que estando dentro no había manera de salir, al menos por ahora, y fueron tan claros que me convencieron.

Me amarraron a una cama y me aplicaron en el brazo algo que en segundos me durmió. Yo les pedí que me durmieran, porque estaba a punto de explotar de rabia y de ansiedad. Les expliqué que era importante que me durmieran para toda la vida. Yo no estaba loco, entendía claramente que el deber de ellos era procurar salvarme. Sabía que suicidarse no es muy sano y que revertir la idea era su responsabilidad.

Me despertaron tres horas después. Me desataron de la cama y me pidieron que me comportara si quería evitar métodos rigurosos para hacerme entender las cosas. Alguien desde el tercer piso no dejaba de gritar ¡enfermera!, ¡enfermera!, y me lo imaginé retorciéndose en el suelo con una camisa de fuerza abrazada a su pecho. Entonces prometí que iba a colaborar.

Era un edificio de tres pisos, encerrado y blanco. No había zonas verdes y la ventana que daba a la calle en la habitación que me pusieron estaba pegada a una cama que ocupaba otro paciente. Yo estaba en el segundo piso, pero podía pasearme por toda la clínica con libertad. Subí entonces al tercero y entendí que allí estaban los más locos. Era doloroso caminar por esos pasillos y ver tanta gente así. Me motivé al comprender que estar en el segundo piso era ventajoso.

En el primer piso quedaba la recepción; los consultorios donde diariamente éramos examinados por un experto; la cocina y los cuartos de emergencia: allí estaban los enfermos más delicados, eran sobre todo niños y ancianos que no podían ni pararse. También había en el primer piso una sala grande que se usaba para recibir las visitas. Mi madre me visitaba todos los días.

Para ella era muy doloroso verme internado en un manicomio, para cualquier madre lo es. No me lo decía, pero se le notaba. Ella era mi mayor dificultad. Lo de matarme estaba más que decidido y no lo lamentaba por nada ni por nadie tanto como por ella. Debe de ser muy duro que un hijo se quite la vida.

Si tuviera uno, creo que no podría matarme. No me imagino esa condena: querer contra todo pronóstico morirse y no poder llevar a cabo un suicidio por el hecho de ser padre. No soportaría de ninguna manera que un hijo mío se quitara la vida. Pensaba en esto y más lo lamentaba por mi madre, estaba siendo egoísta; pero mi decisión estaba tomada.

En cada examen cambiaban el diagnóstico y al final no se sabía qué diablos tenía yo. Lo que más me estremecía era que me diagnosticaran esquizofrenia. He leído y encuentro esta enfermedad como la peor de todas. Además ya estaba cansado de que me trataran como a un niño, yo no quería más de eso.

La libertad me la concedieron cuando los convencí de que no iba a suicidarme, tardé más de dos meses en esa labor. Ayer salí de allí con una rutina de medicamentos que se supone que debo tomar a diario y con fechas definidas para controles mensuales con el psiquiatra. No sé qué tanto evitan suicidios los fármacos que me mandaron a mí, lo claro es que yo soy uno de los que no responde positivamente a estos.

Ante de sentarme a escribir esta carta, anudé a la barra de la ventana de mi cuarto una cuerda y ahora voy a colgarme del cuello. He esperado mucho tiempo para esto. Yo necesito descansar. Es importante que me entiendan. Que mi mamá lo entienda, y que me perdone.

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