Debió ser a comienzos de la década de los noventa cuando conocí de Darío Moreu, director, actor y profesor de teatro barranquillero, la idea recurrente de crear un espacio en Barranquilla que permitiera poner en diálogo las experiencias del teatro con el carnaval. Partiendo del punto de vista de que un fenómeno escénico popular como el Carnaval de Barranquilla era ya un gran espectáculo teatral de increíbles proporciones, constituía de alguna manera un gran desperdicio desaprovechar la oportunidad de hacer una aproximación que representara algo más que una vinculación coyuntural o tangencial como la que podría producirse desde la participación espontánea en el goce mismo en esta fiesta.
Se trataba en este caso de intervenir el/en Carnaval desde una propuesta en la que lo carnavalesco del teatro mismo, la magia de la transformación actoral, hallara un momento nuevo desde el punto de vista conceptual y estético al ocurrir en un espacio abierto, en la calle, en medio del carnaval mismo e interactuando con la música, con el ambiente excepcional y con la gente que participa en el Carnaval de Barranquilla. En el fondo no había sino que estimular la teatralidad del carnaval y excitar lo carnavalesco de cierta modalidad teatral denominada teatro callejero para ponerlas a moverse y a significar en un mismo contexto.
Recuerdo inclusive que las primeras ideas cruzadas y comentadas entre amigos con el Daro, concebían la participación de cinco o más compañías locales, nacionales e internacionales de teatro callejero, por ejemplo, desfilando en la vía 40 en un momento especial de la Batalla de Flores. Sin duda una idea que todavía tiene vigencia e importancia si la enmarcamos precisamente en la urgente necesidad de novedad y creatividad que reclaman los eventos espectaculares del Carnaval de Barranquilla desde la perspectiva de cierta cualificación institucional y de ciudad.
La bondad de una idea como esta fue probada precisamente por el propio Moreu y su colectivo base Ay, Macondo, cuando se presentó durante varios años con varios disfraces individuales y varias comparsas de disfraces que fueron una verdadera sensación carnavalera en Barranquilla, sin precedentes que podamos recordar hasta ese momento. Varias de ellas premiadas con el máximo galardón de sus categorías. Me refiero a las experiencias de aquel bellísimo disfraz titulado Un señor muy viejo, recreación del memorable personaje del cuento garciamarqueano, en 1995; luego Un señor muy viejo y su descendencia, una progresión del mismo disfraz, en 1996; el extraordinario Sátiro alado, que tanta confusión produjo en Carnaval S.A., en 1997; La Boda, otra experiencia colectiva de gran recordación, en 1988; la memorable comparsa de Las Reinas, en 1999; y, por último, una puesta en escena que sumaba todas estas experiencias en una sola gran comparsa titulada precisamente Carnavalada, que desfiló en la Batalla de Flores de 2000, adobada con el episodio aquel de la prohibición del Sátiro en el desfile para que el presidente Pastrana y su comitiva no fueran a escandalizarse con la enorme verga juguetona de aquel disfraz.
Estas experiencias de Darío y Ay, Macondo sirvieron para demostrarnos que era posible poner a dialogar teatro y carnaval de otra manera. Para corroborarlo no había sino que imaginarnos el gran desfile de la Batalla de Flores penetrado por otro desfile que ocupara 200 o 300 metros de recorrido compuesto por varias compañías escénicas de teatro de calle haciendo lo suyo en medio de toda la expresión convencional de nuestro carnaval.
Estaríamos hablando en verdad de un atractivo de ambición artística, carnavalera, turística y cultural a la medida de las capacidades creativas, de gestión y dirección de artistas como Darío Moreu y Mabel Pizarro y su equipo.
En todo caso, y sin vacilaciones, al año siguiente, en 2001, Ay, Macondo experimentaría con una variable de esa misma idea, como fue la de hacer un montaje itinerante de Eréndira y su abuela desalmada (otra vez Gabo en Carnaval), y la puso a prueba en cuatro barrios diferentes los cuatro días de las carnestolendas, presentaciones que permitieron cosechar reacciones increíblemente provechosas de un público que supo captar la idea de darle al carnaval una lectura diferente. Experiencia que sirvió de transición entre los cinco años de disfraces anteriores y lo que comenzaría a darse a partir de 2002 en el bulevar de la calle 68 con carrera 62 frente a la sede de Ay, Macondo y que no tendría otro nombre sino el de Carnavalada.
Allí, aprovechando en principio el paso de todos las personas que venían en retirada de la Batalla de Flores, más lo que eran especialmente invitados, empezó a tomar cuerpo, quizá tímidamente, lo que ya hoy, a sus 12 años, representa uno de los aportes más interesantes que haya recibido el Carnaval de Barranquilla y la ciudad en términos de proponer una nueva perspectiva en el disfrute de estas fiestas.