Cap. I
Luego de La caja de madera, del Grupo Montana, sonó el Soltero feliz. Ante el jolgorio de la canción, algunos se pararon a bailar, mientras corrían y pateaban latas de cerveza y botellas de aguardiente o whisky. La ebriedad hacía desentonar aún más los coros del corrido que acompañaba el bonachón y dicharachero acordeón. La música hacía alegrar la mañana que ya diluía el matiz fucsia y naranja que había embadurnado el sol en las escasas nubes. El portentoso río mecía sus olas ante la fragilidad del viento.
Las gallinas se asomaban a la pista de baile, pero se alejaban si alguna pareja, en un volantín, amenazaba con pisarlas. Así que revoloteaban sus alas y se volvían a alejar, hasta donde estaba Tuco y Póker, ya echados, con el rabo entre las piernas y con las moscas posándose en sus hocicos.
El viejo Jacinto, el profesor, apretaba una nalga de su pareja, doña Flor, que, sin aflojar, reía a carcajada y miraba casi que con pasión a su bailarín. En una de las mesas, los muchachos de la vereda El Descanso Bajo reían con Didier, el nuevo presidente, mientras servían aguardiente en los vasos. Chucho y don Paulo, el gobernador, alardeaban de los goles que habían metido en la final de ayer. Don Pacho ya cabeceaba, intentando no derramar la botella de cerveza que luchaba por escapársele de los dedos. Pero él nada que la soltaba. Otros gritaban y apostaban en otra mesa.
Vuelvo a mirar a Tuco, que se encrespaba, y apenas empezó a ladrar, escuché los primeros disparos.
¡Ta, ta, ta! Ta!
Mi primera reacción fue correr la mesa plástica y botarme al suelo. Cuando lo hice, cayeron unas botellas y estallaron.
Tuco y Póker salieron horrorizados.
Siguieron los tiros. Se escucharon uno tras otro. Y apenas sonaban, empezaban a caer las personas. Parecía que habían sido ajusticiados por un francotirador. O por varios.
Vi a muchos salir espantados, apenas se escuchaban los fogonazos y los totazos contra las paredes. Yo vi al viejo Didier arrastrándose, cual sierpe animalino, por detrás de la casa hasta las enramadas al pie del río. La mayoría se lanzó al río o se escondió detrás de la escuela.
Siguieron las detonaciones y se escuchaban las ráfagas desgarrar el aire. Nunca hubo fuego cruzado. Ninguno de nosotros tenía armas, así que nadie pudo repeler el ataque. Parecía una película o un videojuego. Yo creía que más bien era como un sueño.
Vi algunos hombres armados con pasamontañas y vestidos de negro gritar a los cuatro vientos que era de la guerrilla. Mientras escuchaba esos gritos, vi a Brandon empujar la lancha en la que estaba Rangel, y él le gritaba a Brandon que se subiera, mientras la lancha se alejaba. Brandon echó a correr.
Yo me moví hacia la caseta cerca al río, donde habían hecho el sancocho, y ahí vi tirado a Didier, junto a su esposa inmóvil, con su ropa ya empapada en sangre. Me boté a suelo, acostado bocarriba, y empecé a rezar o a llorar, ya no sé bien. Me tapé la cara con ambas manos, y creo que apreté los ojos, el corazón o el alma. Ya vi todo oscuro. Pensé que estaba todo perdido.
El fin.
Cap. II
De un momento a otro, las detonaciones pararon. Se escuchó un silencio profundo.
Luego, como si se subiera el volumen de algún radio, se empezaron a escuchar algunos quejidos y muchos llantos. Se escuchaba el ladrido de los perros y el cacareo de las gallinas. La correntía del río arrastraba varias lanchas con personas colgadas a ellas.
Me encontré con Chucho y me dijo que Flor estaba muerta, que estaba en el segundo piso de la casa de palafitos. Subimos ambos. Al mirar los cuerpos arriba, nos preguntábamos que por qué había pasado todo eso. La cara de Chucho, sin decir mucho, demostraba lo perplejo que se sentía.
Al cabo de varios minutos, se empezaron a escuchar los motores de las pirañas, era la Armada, que llegaba a desembarcar. Chucho me gritó que gracias a Dios ya nos habíamos salvado. O bueno, los que quedábamos vivos.
Nos empezaron a gritar, y nos dijeron que saliéramos todos, hacia la cancha. Los que estaban en el río volvían a tierra, empapados y llorando.
Luego sobrevolaron dos avionetas y aterrizó un helicóptero.
Los soldados empezaron a mover los cuerpos. A arrastrarlos. Había tres heridos, pero no hicieron nada. Los dejaron morir.
Y qué sorpresa me llevé yo cuando vi que los hombres de negro empezaron a colocarse los uniformes del ejército. Ahí caí en cuenta de todo.
No lo podía creer.
A todos nos hicieron llevar las sillas a la cancha. Nos dijeron que no podíamos voltear a mirar y nos hicieron voltear las sillas, mirando hacia el otro lado. Así pasaron varias horas. Varios empezamos a gritar que entonces los maquillaran bien, que les colocaran bien el fusil, y que les colocaran bien el camuflado. Que no les fueran a colocar las botas al revés.
Estábamos picándolos, porque no paraban de apuntarnos e insultarnos. Yo imaginaba que en cualquier momento nos iban a ultimar. Recordé masacres como la del Aro, o la del Salado, donde se dice que jugaron fútbol con las cabezas de las víctimas. Pensé que a todas las mujeres las iban a violar, y todo como ha sucedido antes. Recordé la última a unos estudiantes en Samaniego, Nariño. Y me dije que hoy tocó acá, en Puerto Leguízamo.
Ya, cuando se fueron, todas las madres y las mujeres empezaron a llorar, y el panorama no podía ser más desolador. Yo no sabía qué pensar.
Cap. III
Después de varios días, y ahora que miro las noticias, me da cólera e impotencia saber que tanto el presidente como el ministro y los generales salieron diciendo que todas fueron bajas a guerrilleros, que nosotros éramos disidentes de las Farc y narcococaleros. El ministro tuitea #ConTodasNuestrasFuerzas protejamos a Colombia de estos #SímbolosDelMal. Ya este gobierno no puede estar más encochinado. No puede ser más cínico y descarado. Supuestamente quince de nosotros dispararon, pero solo se incautaron seis armas nada más. Ninguno de nosotros tenía armas.
Movieron los cuerpos. Aparecieron en otro lado, arrastrados con fusiles y con camuflados, el mismo modus operandi de siempre.
Los investigadores del CTI que han investigado han viajando en los mismos helicópteros militares, de hecho, se dice que alguno fue visto colocándose un casco de uno de ellos y saludando a los generales.
Una embarazada y un menor de edad entre las bajas. La Defensoría aboga que todos éramos civiles.
La incautación data de 9 millones pasaditos, pero obvio se embolsillaron aún más.
Lo que se había recogido del bazar, que fueron como 10 millones desaparecidos, eran para pavimentar la carretera y meterle a la escuelita. Treinta y seis millones de una finca que había vendido Joselito, sin rastro. A don Mario, el que manejaba el chongo, le quitaron como cinco millones más. Las ocho cajas de Buchanan’s que aún quedaban también se esfumaron.
Uno ya no sabe qué pensar de la vida. Ya uno no está seguro; en ningún momento ni en ningún lado. Acá, en una vereda que no le debe nada a nadie. Bien alejaditos del mundo.
Como si se hubiera tratado de un presagio, me seguía rondando la canción La caja de madera, de Montana, que escuchamos en la mañana, antes de que comenzara todo:
Nos vamos como vinimos
Nadie aquí es dueño de nada
Así como un día nacimos
La vida también se acaba
Vinimos por un ratito
Es corta la temporada
Pero a pesar de que a todos nos toca, no es la forma de haber dejado esta vida. Todos éramos sanos, gente buena, campesina, trabajadora. No era ningún campamento de la guerrilla, sino una vereda como cualquier otra. Nadie tiene derecho de quitarle la vida a nadie.
Acá no quedaron cajas de madera alguna, los cuerpos se los llevaron empacados en bolsas blancas, y tal vez otros yacen en el río. Algunos aún no han sido entregados.
Y sigue la cuenta en Colombia, mi país, el rey de los falsos positivos.