Tenía curiosidad de ver a Sergio Fajardo en acción política usando el arma que le ha dado tantos triunfos: caminar y conocer personalmente a la gente. Así se hizo conocer en Medellín en 1999, cuando pasó de ser un matemático de Los Andes con un doctorado en la Universidad de Wisconsin a derrotar a Sergio Naranjo en el 2003 con 160 mil votos, doblándolo en número y arrancando una exitosa carrera política en la que consiguió, a punta de ir en su jeep por las escarpadas carreteras de Antioquia, la gobernación de Antioquia logrando una votación récord: 950 mil votos, sacándole 400 mil al que quedó segundo en la contienda, el candidato conservador Álvaro Vásquez.
Su experiencia bogotana de cara a su gran objetivo, las elecciones presidenciales del 2022, arrancaban en el populoso y comercial sector del 20 de Julio al Sur de Bogotá. Un lugar de clara tendencia petrista. Quería verlo ante la adversidad y como una lapa me le pegué.
En el 20 de julio ha terminado oficialmente la pandemia. En carretas los comerciantes venden desde chontaduros hasta Nike chiviados pasando por camisetas de la Selección Colombia a 10 mil pesos. La acera es una masa densa, compacta, que se mueve con la parsimonia de un caracol monstruoso. La mayoría ni siquiera llevan tapabocas. El calor, la humedad y la contaminación en los primeros días de octubre en Bogotá se pegan a la piel como si fuera napalm. A las 12:15 del mediodía, frente al único almacén Éxito de la localidad, Sergio Fajardo, en saco negro, jeans y Adidas arrancaba su caminata de diez cuadras hasta la emblemática iglesia del 20 de julio, el lugar donde tantos caudillos políticos ganaron, con encendidos discursos, campañas presidenciales.
Fajardo no estaba solo, lo acompañaban tres de los miembros más destacados de la Coalición de la Esperanza, Juan Manuel Galán, emperifollado como si estuviera listo para hacer la primera comunión, Juan Fernando Cristo, con chaqueta marrón marca Jockey, tranquilo comiendo mango biche con sal como si una calle al sur de Bogotá fuera la extensión de su oficina, y Jorge Enrique Robledo, quien tenía puesto un saco con el nombre de su nuevo movimiento, Dignidad, y proyectaba el respeto que puede generar en un católico un obispo sin sotana.
Sergio Fajardo, en vivo y directo, es tan apuesto como lo calca la televisión. Cuesta trabajo creer que tiene 65 años. Está erguido y elegante como un puñal. Sin embargo, una agenda que arrancó a las 8 de la mañana en el Mercado de la Perseverancia ese jueves 7 de agosto, lo tenía marcadamente agotado. Encima del tapabocas negro se veían sus ojos verdes cercados por dos protuberantes ojeras.
A las 12:20 arrancó la caminata. Con curiosidad la gente veía a distancia el espectáculo de ver una comitiva silenciosa, agotada, con banderitas de la Coalición de la Esperanza llevados por muchachos blancos, perfumados, confundidos de ver tanta realidad a su alrededor. Con timidez intentaron gritar algunas proclamas referentes a la Coalición de la Esperanza, pero en uno de los sectores más ruidosos de la capital es difícil hacerse notar. Pronto el tráfico, los vendedores, y los vítores de una caravana que llevaba al cementerio el cuerpo de Juan Antonio Herrera, líder comunista quien murió el martes pasado de un accidente, se tragaron cualquier presencia escénica de Fajardo y compañía.
Fajardo, como los grandes políticos, tiene un ego enorme. Detrás de su reconocida neutralidad está un hombre que no cree en segundos y que cae, muy a su pesar, en ese viejo vicio de la política colombiana: el caudillismo. Así que mientras Juan Manuel Galán se adelantaba con su peinado engominado y su aura desprotegido de niño que sufre el síndrome de Matusalen, Robledo y su andar cansino y Juan Fernando Cristo y su pinta de jubilado satisfecho se entretenían tomándose fotos con gente que nunca publicarán en redes, Fajardo tomaba distancia y se quedaba solo para poder brillar con luz propia. Pero ni así lo conocían. El sur de Bogotá no es Medellín así las encuestas lo consientan.
Pedro Juan Espitia, vendedor de artículos de celulares en esa cuadra, lo vío con fastidio a él y a los tres políticos. los visitantes. Nunca en su vida había escuchado hablar de Fajardo, Robledo y el único Cristo que conocía lo vendían en ramilletes frente a la iglesia del 20 de Julio. “Por cuál de los tres votaría”, le pregunté mostrándole un volante, y el señor, hosco, se hincó de hombros y me espetó que él estaba aburrido de mantener “a esos hp”.
La primera persona que se le acercó a Fajardo fue la Reina Africana, una imponente trans que lleva haciendo la calle en el 20 de Julio desde hace más de una década. El candidato la abrazó y le habló con una distante cordialidad. La señora la acompañó unos cincuenta metros. Con paso firme Fajardo avanzó la primera cuadra rumbo a la iglesia irrumpiendo en la Polleria Fiesta y sorprendiendo a sus empleados con un “Me presento, ¿ustedes me conocen?” y, la respuesta, como en la mayoría de sitios en donde entró, fue siempre la misma: un silencio sepulcral.
“¿Usted, siendo un intelectual, por qué decide meterse en este recoveco de la política?” Después de abrazar a dos vendedoras ambulantes me respondió con su natural gentileza “Llevo 45 años haciendo política, yo, entre la gente, me muevo como pez en el agua”. Cada 10 metros Fajardo, con el tapabocas imperturbable, se detenía para saludar a un vendedor ambulante sin importarle que no le supiera el nombre.
Hacer política, en tierra adversa, es muy difícil, casi una batalla para el candidato profesor. Una señora que vendía buñuelos le gritó con sorna “Tibio, tibio”. Fajardo se voltea y sonríe y la vendedora, cáustica, mira a los ojos al precandidato y dice “Buñuelos tibios” y el grupo de muchachos que acompaña al exgobernador de Antioquia estalla en una carcajada. En heladería Mandarina, una de las más concurridas del sector, una mesera lo conoció y le pidió, sonriente, una foto. Fajardo fue feliz por unos segundos. Luego, acosado por un periodista de agenda Moleskine que no paraba de importunarlo, le preguntó a una de sus asesoras “¿Cuánto falta para llegar a la iglesia?”. La respuesta lo alegró: una cuadra.
Mientras Juan Manuel Galán y sus relucientes zapatos negros le respondía a una vendedora callejera de juguetes con dureza, que a él también le había tocado muy duro en la vida porque le habían matado a su papá cuando tenía 19 años, Fajardo se tomaba fotos y parecía estar en su agua con la banda de jóvenes estudiantes del Salesiano que se habían apostado en la plaza, frente a la iglesia, para tomarse una foto con el que parecía ser su candidato si tuvieran la edad para votar. Fajardo, por primera vez carismático en ese mediodía, le preguntó a una jovencita “Los voy a corchar, ¿cuánto es 7 x 9?” Nerviosa y acosada por la burla de sus compañeros, la niña no supo contestar.
Con suavidad el candidato profesor entró a la Iglesia. Duró unos cinco minutos. En la iglesia las señoras a esa hora permanecían arrodilladas, muy ocupadas en sus tribulaciones con Dios como para ocuparse en ver a un intelectual con aspiraciones presidenciales intentando darse un baño de catolicismo. Al salir de la iglesia le pregunté “Fajardo, ¿usted es creyente” y me respondió, como él sólo lo sabe hacer, ni con un sí ni con un no, sólo con que en su familia, como buenos paisas, la figura del Divino Niño ha sido fundamental. Los tres candidatos, luego de las fotos de rigor, se dispusieron a ir a almorzar a la Pollería Don Roque para intentar simular, por un solo día en sus privilegiados días, que eran colombianos del común. Los vi alejarse por la calle atestada de gente. Estaban tan cansados que ya no querían interactuar, tan sólo terminar la jornada. No tuvieron problemas, nadie los reconoció.
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