Todo comenzó un 4 de enero cuando decidí salir de mi casa en bicicleta, sin dinero y con todo lo necesario para ser “auto suficiente”.
Le comenté a mi familia que no tendría un lugar de llegada, mi único objetivo era conocer esa Colombia profunda que tanto imaginé leyendo las descripciones de Fals Borda y Alfredo Molano.
Debía estar preparado para dormir en la carpa, comer lo necesario y estar dispuesto a preguntar, ser curioso y abrirme a la experiencia.
Cosa difícil, porque viniendo de una ciudad, de Bogotá, a uno le enseñan a vivir desconfiado, con miedos y cerrado a la magia de la vida.
Durante el recorrido descubrí que todo puede llegar a ser un misterio. Durante la ruta no faltó el gesto de bondad de la vecina buena onda que te invita a tomar café o te deja tirar la carpa en el patio de su casa.
También, comienzas a vivir más lento, como si la realidad no funcionara por cronometro; yo venía de eso, de correr para alcanzar el H75 en Transmilenio, así que me parecía raro quedarme hablando por horas en las plazas de mercado o en veredas de parroquia con cualquier desconocido.
Foto: Andrés Felipe Suárez
Como tenía tiempo para observar el paisaje, reflexionar y ver lo que es en esencia el mundo, me sumergí de lleno en la vida campesina, en la cocina de leña, en la pesca artesanal.
Incluso conviviendo con los Misak me enteré que la protección de las semillas nativas es parte fundamental del futuro de la humanidad y que también, es posible una soberanía alimentaria desde las huertas urbanas.
Mejor dicho, comencé a vivir el desdoblamiento de esa idea de centralidad, esa idea que te hace creer que todo nace y vuelve a Bogotá, cuando en realidad es al contrario.
Cuando desperté estaba caminando, rodando sobre el territorio.
Es por eso que mi norte estaba en el sur. Estaba en la acogida de Don Humberto en Natagaima, cuando fuimos al Magdalena a refrescarnos en ese río.
Está en Fortalecillas, cuando de desayuno te ofrecen bizcochos de achiras. Está en el Huila, cuando Doña Lina nos convida a cosechar la yuca para el almuerzo y su vecino nos lleva a pescar para complementar el almuerzo.
Está en las mamitas Misak que con su ternura, saludan en su lengua Namrik dependiendo de si llueve o amanece haciendo sol. Está ahí, en la vida popular del pueblo.
Por ello, “la Cambiocleta” es ahora una realidad, es un gesto por la defensa de esa forma de vida, es un reto también porque sabemos que estos territorios y esas realidades han estado históricamente apartados del debate nacional.
Mi granito de arena comenzó hace seis meses y sigue por las carreteras. Ahora desde el Eje Cafetero hasta Bogotá vamos llevando este mensaje, haciendo pedagogía a favor del cambio por la vida.
Nuestra prioridad es que el próximo gobierno construya su programa desde aquí, priorizando el campo, el alimento que es el agua del páramo y quienes lo defienden son también parte fundamental de ese proceso.
Por una Colombia, potencia mundial de la vida. A celebrar por casi 2000 km recorridos en mi bicicleta, resistiendo desde el barrio Sur Oriente Histórico, el compa Andres Felipe Suarez Lopez.
¡Venceremos!
