El régimen que lidera Nicolás Maduro ha conducido a Venezuela a la mayor tragedia humanitaria de la región en las últimas décadas. Toca ser precisos en esa afirmación porque a lo mejor queda algún romántico que piensa que el legado de Chávez es de justicia social o algo por el estilo. La última Encuesta de Condiciones de Calidad de Vida, realizada por las universidades públicas y privadas más respetadas de Venezuela, concluyó que el 96 % de la población venezolana es pobre y un 79 % está en pobreza extrema. No hay ninguna forma de justificar tal despilfarro en uno de los países que podría ser de los más ricos del mundo por su riqueza natural y -para el contexto latinoamericano- relativamente sólida experiencia con la democracia. Que no quede duda, además de la pobreza, Venezuela se ha convertido en uno de los países más desiguales de la región más desigual del mundo. Con la venida abajo de los precios de las materias primas, se acabó cualquier ilusión posible de algún tipo de desarrollo social y económico bajo el chavismo. No es solo que ya la humanidad ha probado que la socialización de los medios de producción no logra generar la riqueza después de cierto límite, sino que la dirigencia de la revolución bolivariana es especialmente corrupta e ignorante. No hay punto de comparación entre la mediocre formación de esos dirigentes y la que reciben los cuadros del partido comunista chino y ni siquiera los mismos cubanos. La situación es tan patética que son los cubanos quienes manejan el aparato de represión en Venezuela. En más de 20 años, los chavistas no han sido capaces de gestionar su propia capacidad de represión, la tarea más importante en cualquier régimen autoritario.
En Colombia, conocemos el drama de la migración venezolana. No hay colombiano que camine más de una calle en alguna ciudad, que no se encuentre de frente con la tragedia de estos millones de personas que han tenido que dejar su país para pedir dinero en las calles de un país de vecino. No son las élites, ni la burguesía, ni los políticos corruptos los que más sufren, son los venezolanos más pobres las víctimas del experimento bolivariano. En medio de tamaña crisis, la pregunta, por supuesto es, ¿y por qué no se cae Maduro? Con Chávez era más fácil sugerir hipótesis. Sin duda, era un político carismático, encantador. Sin embargo, eso no basta en general, Chávez en sus inicios tenía algo más, una narrativa, una explicación a la pregunta de ese entonces, ¿por qué si Venezuela era un país rico, una buena parte del país no disfrutaba de esa riqueza? Chávez sugería que la política tenía era la causa principal, la estructura de las clases sociales, las divisiones raciales, entre otras. La narrativa funcionaba porque tenía elementos de verdad, por supuesto. Carisma y algo de verdad son una mezcla poderosa en la política. Y, no sobra recordar, la subida de Chávez fue respetando las reglas que la democracia venezolana exigía en ese momento. La destrucción de esa estructura -imperfecta pero suficientemente funcional para haber permitido su victoria-, vendría después. Evidentemente, hay que añadir que el boom de las materias primas permitió sostener por un tiempo la narrativa en programas de distribución de bienes que mantenían el apoyo popular.
Ese modelo ya estaba resquebrajado al final de la vida de Chávez. En la elección de octubre de 2012, Chávez obtuvo el 55 % de los votos y Capriles el 44 %. Bastante cerca para ser una competencia tan desigual. Chávez se murió y el declive se aceleraría. No solo porque ya no había caja para seguir pagando la distribución masiva de bienes – el profesor Ricardo Hausmann resumía: “Chávez hizo la fiesta a todo vapor, y cuando tocaba pagar, se fue y dejó la deuda”- sino porque Maduro y quiénes lo rodean no tenían la capacidad de ir creando esas narrativas, esas verdades para sostener al menos algo de la mística. La tragedia acumulada, además, va desgastando a cualquiera. Se rompe la confianza que es lo mínimo para tener algo de esperanza. Sin confianza, y entonces sin esperanza, queda la desazón. Y, lo más grave en Venezuela, sin comida queda la muerte o la migración.
Entonces, la pregunta más difícil es esa, ¿por qué no cae Maduro? Otra vez, que no quepa duda: no es porque mantenga un apoyo popular considerable. No es así, las encuestas más serias estiman que tiene, a lo sumo, entre el 20 % y el 25 % de apoyo popular. Hay elementos relativamente obvios que explican la estabilidad de cualquier régimen autoritario: mantiene el apoyo de los jefes de las fuerzas armadas, tiene el control del gobierno que es una fuente importante de empleo ante la destrucción de buena parte del sector privado, la libertad de prensa está restringida. En el caso venezolano, además, ante la migración de 5 millones de personas, que naturalmente detestan a Maduro, la capacidad de movilización de los opositores está fuertemente disminuida. En medio de ese panorama desolador, los hechos de la última semana han dado pistas sobre un elemento más idiosincrático del problema venezolano: la incapacidad de la dirigencia opositora de conducir al régimen a su derrota final.
¿Cómo terminan los regímenes autoritarios? Al menos teóricamente, hay varios caminos: por un golpe de estado, por una derrota electoral, por un acuerdo entre élites, por una fuerte movilización ciudadana, por una derrota en una guerra, por la presión extranjera. Todas esas son categorías teóricas, el mundo real muestra ejemplos de combinaciones de varias de ellas. Al momento de escribir esta columna, las élites de la oposición se encuentran en la posición más difícil de la última década: ante la convocatoria del régimen a unas elecciones parlamentarias en diciembre de 2020, se han fracturado, parecería irreversiblemente. Por un lado, está el presidente interino Juan Guaidó que ha tenido dificultades para trazar un plan ante el fracaso de todos sus intentos en el último año y medio. Empezó como la mayor ilusión reciente de la oposición, y con su coraje, juventud y ganas, avanzó significativamente en poner en aprietos a Maduro. Sin embargo, como cualquier político se desgastó: poco le ayudó para su credibilidad, el evento en Cúcuta que Iván Duque comparó con la caída del muro de Berlín. Guaidó, queda inevitablemente entre la espada y la pared por el llamado a elecciones: al fin y al cabo, su legitimidad viene precisamente de haber participado y ganado esas mismas elecciones parlamentarias en 2015. Tomó la decisión de sugerir que no deberían volver a participar y, al contrario, ha sugerido algún tipo de consulta virtual y no mucho más.
________________________________________________________________________________
Los escépticos sugieren que Capriles es un idiota útil de Maduro que, sin dudas, necesita mantener algún tipo de elección para combatir la idea de que conduce una dictadura
________________________________________________________________________________
La primera en llevarlo al límite, desde su propio campo, fue María Corina Machado. Aunque nunca ha sido especialmente fuerte en votos ni en fuerza en las encuestas, Machado es sincera. Y, básicamente, sugirió que Guaidó no tenía un plan, que estaba muy mal rodeado -esto parece cierto, inexplicablemente en su círculo íntimo estaba JJ Rendón que le organizó el más estúpido intento de invasión de la historia de las invasiones- y que lo que debería hacer es lo que ella propone: sentar las bases para una invasión liderada por los Estados Unidos. Un plan que es difícil tomarse en serio por un detalle: Estados Unidos no tiene interés en liderar esa invasión. Ayer, Henrique Capriles, el político que más cerca ha estado de derrotar al chavismo, mostró sus cartas con una línea radicalmente distinta. Anunció que apoyaba la idea de participar en las elecciones de diciembre. Compartió varios elementos para sustentar su plan: estructuralmente, sugirió que si entregan la participación en elecciones -como la oposición hizo en los comienzos del chavismo- habrán cedido un espacio fundamental de poder, que movilizando a la población para las elecciones – motivando con el voto, lo único que le queda de democracia al país- volverán a tener una inercia para presionar a Maduro. Y, en términos más personales, Capriles señaló que él es un político, que ese es su oficio, y que eso implica conversar con otros, presentar ideas y competir, así esté difícil. Esas gestiones políticas, que pasan inevitablemente por hablar con el régimen, resultaron en la liberación de más de cien presos políticos. Los escépticos sugieren que Capriles es un idiota útil de Maduro que, sin lugar a dudas, necesita mantener algún tipo de elección para combatir la idea de que conduce una dictadura.
Observando, desde la distancia, el presente venezolano parece desastroso. Desde la distancia que siempre es tan fácil, eso sí. Ya decía Theodore Roosevelt, no es el que critica el que cuenta, sino el que está en la arena de la confrontación. Pero para eso se escriben estas cosas, para criticar, a lo mejor pretendiendo que algo hay de la arena de la acción en estos espacios de opinión. Qué luz puede haber: podría ser que la franqueza de los líderes a lo mejor organiza mejor la política. Machado y Capriles coinciden en algo: la unidad política no es un fin en sí mismo. Guaidó, a lo mejor por su posición más formal, parece en un pantano de repetir que toca estar unidos sin darle más sustancia a eso. A lo mejor aprendemos algo acá, de este lado de la tragedia, que las coaliciones políticas que no se construyen sobre la confianza, el respeto y unos planteamientos básicos son quimeras efímeras, astucias para el twitter y no más.
Al comienzo del año, escribía acá que el cambio real en Venezuela pasaría por construirlo desde abajo. Viendo esta batalla de las élites, interesante y legítima, pensaba en los venezolanos de a pie, las mayores víctimas de esta tragedia. ¿En qué andarán? ¿Qué camino van a apoyar? ¿Cómo los tendrán en cuenta? Sin entender la visión de la gente más allá de los liderazgos más fuertes, muy difícilmente se va a avanzar en temas de fondo, lo urgente, la búsqueda de la caída de la Maduro, puede terminar nublando lo importante, el diseño de un plan para reconstruir un país en ruinas.
@afajardoa