Las sociedades contemporáneas, enmarcadas casi siempre en la simulación y los modelos mercantiles funcionales y de consumo orientan o desorientan a sus ciudadanos en unas mentiras sociales que suelen ser aceptadas como verdades absolutas e irremediables.
Dentro de esas nuevas verdades se encuentra el concepto de belleza y bienestar. Por un lado, se atribuye conceptos de belleza a lo meramente físico y corporal, y por el otro, se concibe la comodidad y el bienestar como un conjunto de factores superficiales, abonados —en cuanto a lo comercial o publicitario— más por los intereses de capital de las clases hegemónicas que por las imposiciones de los imaginarios sociales o mentales de una cultura o dinámica social.
Para muchos ciudadanos del mundo comodidad o bienestar significa lucir bien, por no decir: aparentar bien. Se estima que un individuo se encuentra en perfectas condiciones si luce físicamente bien, si gana un buen salario, si anda en esferas sociales decorosas, si tiene a su disposición un excelente carro —entre más costoso y nuevo, mejor—, si va ataviado hasta el cuello de accesorios artificiales como anillos, pulseras, relojes, cadenas o bambas tipo caballo de feria.
La mayoría de los seres humanos asocia la comodidad y el bienestar con todo eso. No se entiende el cuerpo como una conexión maravillosa con el espíritu, sino que se lo observa como una vitrina que nos identifica y nos comercializa en la aldea global de las mercancías, así ese espejo sea el arquetipo borroso de nuestras mentiras o apariencias.
Si bien es cierto que los pueblos premodernos/premercantiles, cualquiera que sea su geografía, rendían tributo a la belleza y al cuerpo, también es cierto que lo hacían por el concepto sagrado que merecía. El cuerpo era un santuario que debía obligatoriamente entrar en comunicación con el cosmos y con las fuerzas tutelares que impregnaban de belleza a la naturaleza misma. En cambio, las sociedades mercantiles han hecho del cuerpo un negocio.
Hay que atiborrarlo de mercancías, hay que surtirlo de falsas necesidades: perfumes, cremas, apliques, rejuvenecedores, fortificantes.
Según diría Marx, necesario es todo aquello que se haya hecho posible. Es necesaria la liposucción, la cirugía plástica, son imprescindible el rinse, los suavizantes de ropa, el jabón para manos, la colonia para el pelo. Todo esto dentro del mundo de lo posible, en el que cada día hay más necesidades.
No se concibe ya la belleza como lo natural, sino como lo postizo, lo superpuesto. La naturaleza es transparente, traslúcida, clara como el agua y la luz del día. ¿Cuánto nos ahorraríamos si no utilizáramos los objetos de poca importancia?
Lo más grave del asunto es que los medios audiovisuales insisten en comercalizar la belleza y el bienestar de esta manera. De hecho, si una liposucción no sale como se esperaba, se buscan otros culpables: Los padres por permisivos, el médico por incompetente, las jóvenes por vanidosas, la medicina por insegura.
Nunca un medio de información se pregunta cuál es el síntoma del asunto: la enfermedad soterrada de la sociedad de consumo.
Para percibir el principio de bienestar, hermosura, amistad, poder, fama, éxito, tal vez debamos apersonarnos de la sentencia de Diógenes, quien, parado frente a los mercados atenienses se reía de ver en ellos tantas cosas que él no necesitaba.
O podríamos reforzar al gran pensador de la modernidad, Jean Jacques Rousseau, quien decía: “El hombre ha nacido libre, pero por todas partes está encadenado. Así hay quien se cree amo de los demás, cuando en realidad no deja de ser más esclavo que ellos”.
De seguir en esta postura, mañana no será necesaria una liposucción, sino que nos veremos en la imperiosa necesidad de utilizar prótesis para el cerebro y habrá que amputarnos el pensamiento para no sufrir en el acto.