Hay quienes han sido formados para hacer de la vida entera una planificación incesante, para procurar que cada uno de los segundos que la muerte nos descuenta estén en función de la consecución de objetivos que le son ajenos. Se trata de aquellos que circulan por autopistas de sentidos predeterminados, de márgenes delimitados, de maneras de vivir que no suelen ser puestas en cuestión y que nos reducen a la impotencia. Sin embargo, los hay también quienes por azar o por una decisión plenamente consciente, a la altura no de los impersonales cálculos sino de lo humano que no resulta ajeno, hacen deflagrar la historia en los segundos que la vida nos suma.
En este sentido, una mirada harto sencilla, harto dualista, podrá notar en los primeros la noción de la ausencia de tiempo, de un eterno repetirse del cual no hay salida, inmanente, centrífugo, absorbente, una completa parálisis que no da vías a la continuidad histórica: toda una vida regida por la brújula y su imponente norte (así es la vida, mijo); en los segundos, la misma mirada podrá notar una valoración ligeramente distinta: el peso, la valía de cada momento, el incendio ininterrumpido que desea hacer arder hasta el último centímetro de lo ya establecido e invita a la apropiación de lo imposible. Así, cuando el intento de hacer arder la brújula tiene lugar, lo inesperado y a veces errático ocupa el lugar de lo ya dicho; abre el sentido y nos deja expuestos a una angustia vivificante, a una feliz levedad del ser que se abre paso por las emociones que poco a poco se constituyen en sentimientos. Se da lugar a la marcha incesante del fuego que ocupa senderos, trochas y calles, que perfila en las agendas de los que presiden el tiempo de los otros lo que siempre estuvo callado y que fue combatido.
Un campesino que padece el drama de la desintegración y el asesinato de sus posibilidades reales en la vida, es de los primeros cuando guarda silencio, pero cuando toma cada rincón de la geografía que en parte lo ha formado, en la cual se reconoce y sabe suya, de la cual se apropia mientras vuelve la mirada a lado a lado encontrando a su familia expectante en lo por venir, es entonces de los segundos.
La brújula arde ya, alimentada por el combustible de siglos de tiranía, de un olvido estructurado y de un combate férreo contra toda autenticidad; se alimenta de las toneladas de desesperanza con las que intentaron llenar cada ser, se alimenta del futuro cerrado con el que han intentado delimitar nuestras posibilidad humanas, se alimenta del miedo que ocupaba la mesa. La brújula arde y el norte que nos imponía poco a poco se hace cenizas que ahora van a alimentar una sociedad que se reconoce en quienes vuelven a tomar con toda dignidad el azadón, la pala y el machete para arar este país y abrir senderos en los que otra vida es posible.