El chisme novelado sobre los líos recientes en la Alcaldía de Bogotá, según el cual los celos de la señora Verónica Alcocer, esposa del alcalde, terminaron por desencadenar un caso vergonzoso de desidia burocrática, matoneo y amenazas expresas sobre su —horror— presunta “rival”, Leszli Kálli, tiene la delicia morbosa de haberse hecho público y la somnolencia de ser otro caso típico de lo mismo: pasiones de chismógrafo en sastre y corbata. Al margen de lo reveladora que resulta, eso sí, sobre los alcances del cinismo y la tibieza de esta administración al tratar asuntos que ocurren bajo sus narices, cabe dejar la pedrera con sus personajes a los libretistas (que le van a sacar jugo) y preguntarse por el mamífero que bufa detrás de nuestras costumbres, ese al que le debemos la legitimidad con que funcionan los celos en la vida cotidiana.
Cuando pienso en los celos imagino el Animal Channel de nuestra existencia y me pregunto por las formas en que la bestia que somos se convierte en un animal político, que se refrena a la hora de arremeter con dientes y garras sobre lo que lo amenaza. ¿Cómo validamos “celar” un cuerpo y una voluntad que no son los propios? Si no es por la idea latente y sofisticada de la posesión o, quién sabe, por su contrario, la urgencia de marcar el territorio y demostrar el dominio de la manada, ¿cómo se justifica la atribución en que se recuesta el celoso para limitar las posibles decisiones de otro?
Pensaría uno que los celos responden a una herencia amiga del esclavismo o a un dejo instintivo en el que la adrenalina y la testosterona dirigen la partida. Pero, primarios o elaborados por las costumbres, ambos pretextos terminan acorralados por la persistencia irracional de Eros. Podemos afirmarnos en volúmenes infinitos sobre las prácticas ventajosas con que la civilización domina los instintos y, por supuesto, algo hemos logrado aplicando la teoría en que nos soñamos la vida social. Pero las pasiones nunca están del todo cómodas en el vestido apretado con que las recubre la cultura. En nuestro caso, la camisa de fuerza de las “políticas” bienpensantes del amor encuentra con mucha frecuencia cómo desatarse para que Eros salga en cueros y haga lo que le de la gana.
El asunto de dominar los celos conlleva intensísimos dolores y escozor, cómo no, y hemos convenido en que los sujetos tienen que ver cómo asumen su pena sin meterle un trompazo al prójimo. Para eso hay soluciones ya usuales, como las que ofrece el sillón de un especialista, o extraordinarias, si uno valora el poder de una ranchera. Pero las políticas públicas rara vez las consideran. Hay marchas y rosas blancas e indignación cuando los efectos de los celos hacen llegar a una señora con un ojo morado a la comisaría de familia, pero vemos escasísimas campañas y programas serios y de calado que apunten a mitigar las causas del moretón: el misterio arraigado en nuestra cultura que reposa, tan tranquilo, en concebir sin más la propiedad del otro. Controlar los celos, disciplinar el resultado de las emociones tremendas que desencadenan, bien puede ser una de las primeras lecciones de autocrítica en la vida de un humano. Su pasaje a la vida social, si se le entrena desde cachorro. Pero la simple indignación y el repudio, tras las consecuencias de los celos, parecen ser suficientes para dejar satisfecho al Estado.
No solo es grave y visible lastimar el cuerpo ajeno. Que la lealtad se asuma como un principio inviolable so pena de puñetazo o desmadres mayores, eso es lo complicado. La deslealtad es una cabronada, pero a los cabrones, si hay caso, los juzga la ley, no un exsocio herido. En nuestro mundo la infidelidad es un abuso de la confianza de otro, sin duda, y si es retrechera peor, pero, para cuando sale a la luz, ahí está la regulación legal de sus perjuicios. Ese es nuestro mayor acuerdo, hacer funcionar la legalidad, antes que la venganza privada, en un mundo habitado por bestias más o menos educadas. El pacto se propone bajo la consigna absoluta de un principio: como dirían los godos, al que no le guste el azul, que rompa el cielo. Lindo, sí, el totalitarismo idealizado de la civilización. Pero Eros vive bajo un cielo roto y lo inteligente no es deplorar el desgaste del pacto social, sino enfrentar la vida corriente.
Si hemos llegado a educarnos para idealizar el principio de no asesinar al que nos lleva la contraria, ¿por qué no insistir en formas menos abruptas para canalizar las pasiones de la territorialidad? ¿Será imposible? En un sentido responsable y dedicado sólo conozco el proyecto que concibió la Línea para Celos Anónimos (Celan), ideada desde 2009 por —quién más— Corpovisionarios. Con eso que en los costureros llaman “originalidades”, esta corporación se tomó el tema en serio (ocurre así ya en muchos países) y sus resultados parecen alentadores. No sobraría que en la capital se considerara revisar si fuera útil su ejemplo y tomar nota, para casos de sensible urgencia, del numerito telefónico gratuito con que un desahogo asistido resuelve las necesidades primarias. Faltan muchos esfuerzos por insistir en una cultura menos posesiva y desequilibrada, pero, como es evidente, la señora Alcocer no le daría su voto a Antanas Mockus.