En una ciudad víctima de confinamientos y restricciones, bajo la excusa de cuidar la vida y evitar la propagación del COVID-19, en realidad se ha incrementado el hambre, la indigencia y los hogares insolventes. Reflejo de esta situación, Bogotá pasó de aproximadamente ochocientas mil personas en situación de pobreza monetaria a más de dos millones durante 2020, según cifras del Dane. De hecho, la ciudad duplicó la indigencia al agregar más de ochenta y nueve mil nuevos hogares al grupo de hogares cuyos ingresos no son suficientes ni siquiera para alimentarse.
Con una emergencia social tan grande no es comprensible que los comedores comunitarios de la ciudad se estén cerrando, con la consecuencia de negar los servicios de apoyo alimentario para más de treinta y cuatro mil beneficiarios. La excusa de la administración de Claudia López, en vocería de la secretaria de Integración Social (exconcejal Xinia Navarro), es que la ciudad está en un proceso de transformación de las operaciones de apoyo alimentario. Bogotá Cuidadora pasará de tener más de ciento veinticuatro comedores comunitarios a operar un número indeterminado de “cocinas populares”.
Lo novedoso, según ha informado la secretaria Navarro, es que una vez entren a operar esas cocinas populares, los beneficiarios ya no tendrán que exponerse a la presencialidad, porque van a recibir las comidas calientes para llevar y utensilios plásticos reutilizables. Incluso dice que en ocasiones se contará con una suerte de gestores de integración que correrán por toda la ciudad para llevar las comidas calientes a la puerta de los beneficiarios.
La iniciativa de los comedores populares no es una innovación colombiana. A decir verdad, en muchas universidades han operado cocinas de ese tipo durante años y en América Latina se han documentado experiencias institucionalizadas similares en Argentina, Venezuela y Ecuador. Preocupa en todo caso que el apoyo nutricional de la ciudad pasará de unos operadores profesionales que disponen de instalaciones de cocina y refrigeración de alimentos (que deben cumplir unos rigurosos procesos sanitarios) a unos operadores indeterminados, que si llegan a funcionar al estilo de ollas comunitarias (como ocurre en Venezuela y Argentina) o de algunas universidades en la práctica no podrán cumplir con normas de higiene y adecuada refrigeración de alimentos.
La exconcejal Navarro, celebre por el grado de exaltación con el que participó en la elección de la mesa directiva del Concejo de Bogotá en 2019 (precisamente, el día que cumplía años, lo que incluso llevó a la prensa a conjeturar sobre un presunto estado de ebriedad), es una dirigente política que se desempeñó como alcaldesa local de la Candelaria entre 2008 y 2012, durante el gobierno de Samuel Moreno; fue viceministra de Relaciones Laborales y directora jurídica del Ministerio de Trabajo, durante la pálida gestión de Clara López en esa cartera; y concejala por el Polo Democrático entre 2017 y 2019.
Así pues, todo parece indicar que la secretaria Navarro representa la cuota de participación política de los sectores más tradicionales de la izquierda en Bogotá en la administración de Claudia López, los ideológicamente más comprometidos con las ideas del socialismo. Lo que puede explicar su afán por desmontar un sistema de apoyo social relativamente exitoso, solo por contar con operadores privados. Esto para involucionar y regresar a iniciativas antihigiénicas, pero de construcción comunitaria, más dispersas y que puedan ofrecer mayor cobertura, aunque puedan implicar mayores costos, como el de contratar domiciliarios de tiempo completo o gestores de integración, como seguramente les denominarán, así como mayores “perdidas técnicas” de alimentos.
Entre tanto, miles de hogares pasarán hambre, a pesar de que el distrito ha repartido entre ellos raciones de mercado temporalmente. Pero la incertidumbre que enfrentan es enorme, sobre todo si las cocinas populares de Bogotá se terminan convirtiendo en algo parecido a los Comités de Abastecimiento y Producción (CLAP) de Venezuela, que pasaron de distribuir alimentos casa a casa, primero como comidas calientes y luego como raciones de mercado, a ser órganos comunitarios de control social, que disciplinan a la población mediante la privación deliberada de alimentos.
El hambre como política de Estado en la Bogotá Cuidadora puede dar lugar a una política de control ciudadano y ser el siguiente paso en la sistemática destrucción de los medios de producción y supervivencia para causar sufrimiento deliberado en la población de una ciudad que está muriendo bajo la suela de los zapatos tipo Oxford de Claudia López.