La primera lectura que me solicitó fue extraída del libro de los Proverbios. Supongo que estaba harto de que yo hurgase en sus libros buscando distraer mi aburrimiento preescolar; así que la solución más salomónica sería hacer que yo leyera, en voz alta, una página que para su criterio era provechosa. Leí en voz alta, sintiéndome sometido a una rigurosa inspección de mis habilidades lectoras mientras pretendía ufanarme de mi capacidad para leer sin pausa. El anciano quiso explicarme luego el contenido de los proverbios leídos, comprendí entonces que algo intentaba enseñarme. Cerré la lección haciéndole mi solicitud más recurrente: le pedí que me regalara veinte pesos. Nunca dijo que no.
Mi abuelo era adventista, o mormón, o cuadrangular; no lo recuerdo bien dada la afluencia de predicadores itinerantes que pululaban por su casa y que producían en mí una mezcla de curiosidad y miedo, sobre todo los inquisidores gringos con sus dos metros de estatura, sus cabelleras rubias y sus plaquitas que decían Elder. Aunque el sentimiento que más me generaban era el de rabia por copar el tiempo que el anciano solía destinar para hacer fogatas con sus nietos, a pesar de las contravenciones de su hijo bombero, quien veía en la pirómana actividad infantil un riesgo de seguridad innecesario. Así, la Biblia de mi abuelo empezó a desteñirse por el uso y el abuso, y en lo gastado de sus páginas era fácil adivinar cuáles pasajes eran sus favoritos y cuáles libros del sagrado texto no había visitado jamás.
Cuando crecí, nuestras conversaciones bíblicas tomaron un cariz diferente; yo era estudiante de ciencias religiosas (muy seguramente influenciado por él) y él se aferraba con más vehemencia a sus creencias. Le horrorizaba mi medallita de la virgen María, mi devoción por un sacerdote francés venido a educador, mi observancia del domingo como el día de la vagancia y del sábado como día laborable. Le escuché respetuosamente, como de niño, y no contradije ninguna de sus afirmaciones. A la larga, ya tenía claro que el problema no es ser religioso o no, sino qué tipo de religión conviene realmente. Le dije que necesitaba una Biblia para mis estudios, y no tuvo reparo en obsequiarme la suya, que aún conservo como efigie de una relación; en medio de tantas aberraciones de la Iglesia, tantos escándalos y tantos templos quemados, el libro de mi abuelo se transforma en símbolo de esperanza de que otra forma de creer es posible.
Es observable que el hombre es religioso por naturaleza, como dice Feuerbach. La búsqueda de la trascendencia es innata en el ser humano y ello no es negativo en sí; lo negativo surge cuando tal búsqueda es utilizada para dañar a los otros de cualquier manera, para generar opresión en lugar de liberación. Visto así, la experiencia cristiana puede ser una experiencia espiritual válida cuando se aborda desde lo esencial del mensaje del Evangelio: la búsqueda de la justicia, la oposición a la opresión de los más débiles, y la evidente inclinación por los que sufren. El Dios de Jesús y Jesús mismo, visible como defensor de los últimos, puede encontrar su esencia aquí, en Latinoamérica, como una oposición frente a cualquier forma de injusticia y como una apuesta por la dignidad de las personas. Así, Dios puede ser un factor “negativo” (como dice Saramago, quien critica no a Dios, sino a la idea que se tiene de él), como el ídolo que se adora en aquellas iglesias a la par que se violan niños y se excluye a mujeres, homosexuales y débiles; pero también puede ser un factor positivo, como el que se opone a los opresores, que defiende a los últimos, y que es símbolo de esperanza para los que tienen hambre.
Eso lo extraje leyendo la Biblia de mi abuelo.