Sentar las bases de un proyecto tan ambicioso como el del Pacto Histórico requiere de una fuerte inversión pública y social. Por ello, la aprobación de la reforma tributaria presentada hace dos semanas al Congreso resulta fundamental.
Los impuestos son la fuente principal de recursos con que cuenta un Estado. Una política fiscal integral es además el mecanismo redistributivo por excelencia. Máxime si estamos en uno de los países de peor distribución del ingreso y mayor concentración de la tierra en América Latina y el mundo.
Desde la década del noventa se han presentado 15 reformas tributarias en Colombia. Todas ellas han partido de la lógica neoliberal que se impuso en el orbe: reducir la función económica y social del Estado y garantizar las mejores condiciones para el capital privado, en especial extranjero.
Para compensar la pérdida de recursos fiscales por la reducción de los aranceles e impuestos al comercio exterior y a las grandes empresas, se adoptaron dos medidas: La primera, incrementar los impuestos al sector laboral. La segunda, impulsar los impuestos indirectos, en especial el IVA, que afectan a toda la población, independientemente de su ingreso y condiciones.
Así, se dejó de lado un criterio progresivo, vigente durante buena parte del siglo XX, según el cual el impuesto debe ser proporcional al ingreso y a la riqueza, y se impuso el criterio regresivo de gravar a los sectores más vulnerables. Todo ello se justifica como un ejercicio pretendidamente apolítico y técnico, que busca alcanzar eficiencia en la recaudación de los ingresos fiscales que requiere el Estado.
Pero, como en todos los asuntos centrales de este gobierno, el proyecto de reforma tributaria va en contravía de dicha tendencia.
Se pretende recaudar un poco más de 25 billones de pesos, equivalentes al 1,7 % del PIB, con el objeto de financiar los programas más urgentes, entre ellos el apoyo a la agricultura campesina y a la seguridad alimentaria; garantizar ingreso mínimo para personas mayores y mujeres cabeza de familia; incrementar el presupuesto nacional.
Hay otras emergencias que el gobierno tendrá que enfrentar pronto, entre ellas el fondo de subsidio para la gasolina (FEPC) que quedó desfinanciado, lo mismo que algunos de los programas de asistencia social para el próximo año.
La reforma tributaria propone eliminar o reducir de manera importante las exenciones tributarias a las grandes empresas, en especial las otorgadas en la reforma de 2019. Estas exenciones representan alrededor de 22 billones de pesos.
Se busca también incrementar el impuesto de renta, mediante tarifas progresivas, a las personas naturales que reciben mayores ingresos. Así mismo, se gravan los patrimonios superiores a 3.000 millones de pesos.
Se plantea también aumentar los gravámenes a las empresas mineras, de manera que no puedan deducir los impuestos de las regalías, e incrementar los tributos a los dividendos y ganancias ocasionales.
Una de las medidas que ha despertado mayor controversia es el llamado impuesto saludable a los alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas, que ya existe en varios países. Se busca así reducir las enormes afectaciones y costos a la salud pública, derivados de su consumo. La férrea oposición al mismo proviene de los grandes grupos económicos que los producen.
Lo cierto es que, según datos de la OCDE, citados por el ministro Ocampo, el recaudo de impuestos en Colombia es del 19 % del PIB, mientras que el promedio de Latinoamérica es de 23,1 %.
Es claro, entonces, que estamos ante un proyecto de reforma estratégico, que confronta el modelo de desarrollo vigente. Los intereses opuestos se expresan en la fuerte discusión que se viene dando en las comisiones económicas del Congreso, en los eventos de los distintos gremios y en los medios de comunicación.
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Además de los intentos de derrotar o minimizar la reforma, impulsados por la extrema derecha, el entorno económico del país es crítico
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Pero además de los intentos de derrotar o minimizar la reforma, impulsados por la extrema derecha, el entorno económico del país es crítico. La deuda externa se incrementó notoriamente durante el gobierno anterior, lo mismo que el déficit fiscal y el déficit de las cuentas externas. La creciente inflación ha llevado a un incremento desproporcionado de las tasas de interés por parte del Banco de la República, con todas sus consecuencias económicas y sociales.
La situación internacional tampoco parece ser muy favorable para adelantar la reforma y para ampliar el margen de maniobra del gobierno. La inflación mundial es muy alta, sigue la crisis de las cadenas globales de suministros y el conflicto entre Ucrania y Rusia ha agravado todavía más la situación.
Como si fuera poco, el poder intimidatorio de los organismos internacionales sigue siendo muy grande. La exigencia de cumplir con la regla fiscal es perentoria por parte de las poderosísimas agencias calificadoras de riesgo, que están al asecho. Una baja de calificación significaría un incremento de los pagos y de las dificultades económicas del país.
Se trata entonces de una batalla fundamental, de cuyo resultado y de los acuerdos que se logren dependerá la suerte del proyecto de transformación social. Por ello, los llamados a la movilización social en respaldo a esta reforma que hacen los sindicatos y los sectores progresistas son más que válidos.