El tipo, de mirada vidriosa, patillas anchas y pelos desenfrenados, me hizo pensar, antes que en un presidente, en un cantante de cabaret de mala muerte, que alguna vez, y por un breve tiempo, pudo ser alguien. Me bastó con verlo para saber quién era. Nada más y nada menos que la versión porteña de los remedos de políticos que fingen y fungen de opositores del sistema. A los diferentes los vi en Brasil, en Reino Unido y en Estados Unidos. No es el primero ni será el último. De antemano sé que nos esperan muchos más. Camadas de populistas que acreditan sus ideas descabelladas con la indignación de unos y el placer de otros. Toda una puesta en escena coreográfica que después de los primeros pasos se hace predecible: decir cualquier cosas para hacerse conocer a toda costa; luego decir cualquier cosa para mantenerse vigente. En sus discursos, lavados de queroseno, encuentran una forma de popularidad tan aberrante como efectiva. Proponen a diario el consumo rápido de propuestas chatarra que terminan por pegarse a las paredes de las venas del criterio y el sentido común de las gentes. Desde luego que no nacieron en el vacío: son el resultado aritmético de gobiernos desastrosos del pasado y de la actualidad. Son el producto en serie del cansancio y el hastío que causan la mediocridad, el cinismo y la codicia de quienes asumieron el oficio de gobernar un país. Un populista solo sabe germinar en las ruinas de las promesas incumplidas.
El ascenso de los populistas marca el fin de la cultura de la política como la conocíamos y abre paso al comienzo atropellado y pirotécnico de una nueva era de entretenimiento político
Su negocio es la distracción no la discusión. El ascenso de los populistas marca el fin (o al menos uno de sus finales) de la cultura de la política como la conocíamos y abre paso al comienzo atropellado y pirotécnico de una nueva era (aunque parezca vieja) de entretenimiento político. Lo problemático del asunto es que todo entretenimiento es, en esencia, un residuo comestible pero peligroso de la cultura en donde se origina. Como una enfermedad parasitaria que se anida en el rincón de un cuerpo para luego invadirlo (e invalidarlo) por completo. El parásito toma el control del huésped para desfigurarlo en un zombi jadeante y encorvado: incapaz de hacer o decidir con algún tipo de inteligencia por estar sujeto a sus funciones más básicas y elementales. Basta con confrontar las realidades de los países seducidos por la irreverencia y desenfado de los “outsiders” para comprobar que sus supuestos cambios de rumbo terminaron por convertirse en medidas nocivas y preocupantes para aquellos que los eligieron. Como por ejemplo el aparatoso Brexit, los cambios jurisprudenciales en Estados Unidos o el riesgo inminente al que se sometió a la Amazonia. El populista sabe parecer un estúpido empoderado pero jamás es inofensivo. No es el payaso del circo, es el león fuera de control.
Por lo pronto, y sabiendo que por ahora no existen soluciones definitivas para este fenómeno (al menos no hasta los que están llamados a ejercer el oficio de la política asuman la responsabilidad que tienen en el populismo) es importante observar que la tensión entre cultura y entretenimiento no es nada nuevo o sorprendente y que de allí se podrían obtener algunas alternativas. En este momento se me ocurre, para comenzar, saber distinguir entre las cosas, aprender a separarlas y así darles el trato correspondiente. Bien haríamos en dejar de llamar políticos a los agitadores y en asumir que su ejercicio y quehacer nada tiene que ver con la política. De otro lado, también sería oportuno ofrecer algún tipo de resistencia ante la distracción (el combustible del populista) y retomar los debates y las discusiones de verdad trascendentales y relevantes para nuestras sociedades. De alguna manera esto implicaría evitar la ficción de la democracia, su mera apariencia, en la que lo banal se disfraza de importante, el delirio se confunde con el plan y el menesteroso posa de estadista. El show no debe continuar, muchos menos cuando pone en riesgo los acuerdos básico de la sociedad y cuando encumbra personajes que deberían estar cantando baladas tristes ante un público desentendido que aplaude por reflejo, por necesidad o por lástima.