El ladrido de los perros interrumpió la placidez de las cuatro de la tarde. Los vecinos dejaron de escuchar el canto de la quebrada que bordea el predio y no percibieron que las cigarras comenzaron con su carraca antes de que el sol se ocultara. El sobresalto les hizo pensar que el tiempo se detenía y que el planeta dejaba de girar. Abandonaron las tareas simples de todas las tardes —podar las plantas, hornear galletas, tomar un café, tejer una bufanda, contemplar la caída del sol desde las montañas del sur de Medellín— y se apostaron en portadas y balcones para saber por qué los animales gruñían roncos mientras pasaban cercas y pisoteaban jardines. Como los animales tomaron ventaja, algunas mujeres salieron de sus parcelas, cruzaron portillos y caminaron por los potreros. Dos hombres treparon ventanas y azoteas para ganar vista.
Lo que vieron les cortó la respiración solo por unos segundos. Pronto los vecinos sumaron sus voces a los balidos de las ovejas, los ladridos de los perros, los maullidos de los gatos, el cacareo de las gallinas, la parla de la guacamaya, el berrido del ternero. De repente, en el pequeño paraíso de trece familias se fundó el caos. Los gritos no lograron imponer el orden. Las súplicas no evitaron la tragedia. Y la mujer que intentó poner su cuerpo como escudo aceptó que no tenía la fuerza para detener a una jauría y se dejó caer al pie de un árbol. La escena siguió su curso mientras que los vecinos la veían como a una película de terror escenificada en su propia casa y dictada por un guionista incontenible.
Los espectadores vieron, primero, que ocho perros cazadores respiraban ya en la nuca de tres ovejas blancas, pesadas y torpes. Ese plano general provocó los primeros gritos. Después, cuando cada perro eligió su presa, la línea del relato se quebró como suele suceder cuando el horror se impone en nuestra vida. Dicen que un perro trepó al lomo de una oveja y la derribó; que otro se lanzó al cuello de la más grande, dos, tres, cuatro veces hasta que la venció; que uno más apuró a otra hasta un precipicio. También, que una oveja huyó, baló y cayó al abismo; que otra pateó, baló y se revolcó; y que una más, acobardada, esperó el filo del colmillo. Los luchadores se convirtieron en nudos: los perros con sus cuerpos crispados, convertidos en alambres de púas, y las ovejas gimiendo atravesadas por los colmillos de los agresores. Cazadores y presas entrelazados en la lucha final de la vida y la muerte se perdieron en el bosque y los cubrió la noche.
El silencio se hizo plomo en un rincón de la vereda La Doctora, en Sabaneta. El dueño de los perros vigiló el regreso de los suyos desde su balcón; y, una vez en casa, los bañó, les sirvió la cena y los encerró en sus jaulas. La dueña de las ovejas siguió las huellas de la cacería pero esa noche no encontró los cuerpos. Cuando regresaba, preguntándose cómo decirle a sus hijos que las mascotas ya no estaban, su pie palpó algo blando y tibio. Encendió la linterna y descubrió el cuerpo degollado de Vaquita, el cordero de dos semanas de nacido que murió primero y que nadie vio correr ni oyó balar. Se dobló sobre la tierra, cargó a la cría muerta y sintió que el vientre le dolía. Cuando la arrulló le sobrevivieron las imágenes: Vaquita pasando el cerco, Vaquita en la manga del vecino, Vaquita mordiendo las flores de la vecina. Entonces supuso lo demás: Vaquita bebiendo el agua del vecino, el vecino fiero arriando sus fieras, sus fieras cazando a la cría y a la madre y a las tías. El vecino dando cuerda al reloj de la guerra hace apenas tres días. Y ahora: Matilda, Rebeca, Manchita y Vaquita muertas; la ofensa infringida, el dolor en carne viva, la rabia creciendo.