En el libro Educación y lucha de clases [1], Aníbal Ponce señala como punto de inflexión en la historia de las sociedades modernas el periodo en que la necesidad de comunicarse unos con otros propició la creación de conocimiento, seguido de su registro y conservación de forma organizada y segura. Estipula Ponce que aproximadamente a partir de 3000 a.C. se empezaron a guardar registros escritos, entre los cuales, además de la información de interés común (ligada a la agricultura, las jerarquías de organización y una primitiva industria), la gente empezó a plasmar y conservar pensamientos, ideas, observaciones y otras narraciones particulares y subjetivas.
Desde entonces, este encuentro de los intereses compartidos y los individuales a través de la palabra escrita se convirtió en uno de los referentes principales a la hora de pensar en las bibliotecas: tan importante como el ‘‘instinto tácito’’ del coleccionista de libros al que hace referencia Walter Benjamin [2] —coleccionista que, a su vez, está condicionado por el dinero y el ‘‘olfato’’ de quién tiene o desea adquirir libros—; así también lo es la pluralidad de textos que invitan a una experiencia de comunidad, generando una conjunción entre lo público y lo privado, en la que cualquier persona goza de acceso amplio a cierta cantidad de conocimientos que le permiten conocer, analizar e interpretar su realidad.
Aunque no siempre los intereses individuales y los sociales han convivido en armonía dentro de las bibliotecas. Al contrario, el conocimiento que estas albergan ha sido objeto de ataques. Pese a que las sociedades han manifestado públicamente su importancia, las bibliotecas siguen enfrentando múltiples amenazas, pues a lo largo y ancho del planeta, se han convertido en blanco de individuos, grupos e incluso Estados cuyo propósito es negar la verdad y erradicar el pasado.
En su más reciente obra —Quemar libros / Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento—[3], Richard Ovenden, bibliotecario de la Universidad de Oxford, trae a colación el caso de la ‘‘Generación Windrush’’, en el cual el Ministerio del Interior de Inglaterra destruyó deliberadamente las tarjetas de desembarque que documentaban la llegada de hombres y mujeres del Caribe, a quienes se les había prometido la ciudadanía a cambio de su colaboración en la reconstrucción de las ciudades afectadas por la Segunda Guerra Mundial.
No obstante, cuenta Ovenden, desde el año 2010 el gobierno puso en marcha una política de ‘‘ambiente hostil’’ contra los migrantes, a quienes se les exigió inminentemente demostrar su continuada residencia en el Reino Unido o, de lo contrario, serían deportados. Efectivamente, en la primavera del 2018 se deportaron bajo error 83 ciudadanos, once de los cuales murieron posterior al proceso de deportación. Y dado que se habían destruido las principales pruebas que habrían permitido que estas personas demostrasen su residencia, el mismo Ministerio del Interior no pudo hacer otra cosa que admitir su equivocación y ofrecer disculpas públicas a sus ciudadanos, particularmente a los familiares y allegados de las víctimas.
En Colombia también se cuenta con algunos casos denostables de ataque a la información y el conocimiento que reposan en las bibliotecas. Uno de los más resonantes tuvo lugar en la ciudad de Bucaramanga y fue protagonizado por Alejandro Ordóñez, quien años más tarde llegaría al cargo de procurador general —uno de los más relevantes en el aparato del Estado—. Según el periodista Daniel Coronell, el hecho ocurrió el 13 de mayo de 1978 y lo cuenta de la siguiente manera:
‘… Ordóñez hacía parte de organizaciones de derecha y ultracatólicas que querían impedir que otros conocieran o leyeran impresos que ellos consideraban contrarios a la fe, subversivos o pornográficos. Uno de ellos recuerda que Ordóñez y sus amigos —incluido uno llamado Hugo Mantilla— usaban estandartes y símbolos medievales “como de la época de las cruzadas (…) Aseguran que en unas ceremonias de quema, el ahora procurador y Hugo Mantilla habían ido a la Biblioteca Pública Gabriel Turbay. Allí conminaron al encargado para que les entregara los libros que podían perturbar las mentes juveniles. [4]
Sin embargo, agrega Daniel Coronell, a diferencia del Ministerio del Interior de Inglaterra mencionado anteriormente, el funcionario colombiano nunca aceptó su participación y, por lo tanto, tampoco hizo aclaración alguna sobre su relación con este ataque al conocimiento que, al menos en el papel, era para el uso libre de la ciudadanía.
Se observan dos países, dos casos y dos épocas distintas con un mismo factor común: las bibliotecas. Por una parte, una biblioteca que, por orden directa del Estado (que representa lo común o por lo menos lo mayoritario), debe entregar para su eliminación una serie de documentos que estaban bajo su protección, pertenecientes y de ‘‘vital importancia’’ para un pequeño grupo de migrantes (lo particular, lo minoritario); por otro lado, se hace mención de una biblioteca cuyas colecciones bibliográficas, adquiridas con recursos del Estado para toda la población, son raptadas bajo artilugio de un pequeña secta de ciudadanos, quienes terminan arrojándolas a una hoguera prendida en un parque público, ante los ojos de todos los transeúntes.
¿Cuál sería entonces la arista política de las bibliotecas en estos casos? Hannan Arendt [5] se refiere a la política como un espacio y un tiempo donde se tratan los asuntos inherentes a todos los individuos que conforman la sociedad, pues en su ejercicio se concretan los acuerdos que sirven para cuidar y hacer que todas las personas, gobernantes y gobernados, es decir, la sociedad entera, los cumplan sin manipulación alguna.
Agrega que la política es entonces un quehacer dentro de la vida humana, tanto en la esfera individual como social; una relación de acciones entre hombres y mujeres que se reconocen dependientes entre sí; una comprobación de que la vida requiere un ensamblaje de proporciones colectivas o, en sus propias palabras, "la política ofrece la posibilidad de estar juntos los unos con los otros y los otros con los diversos".
En este sentido se podría decir, dejando a un lado el deber ser o cualquier tipo de imperativo categórico, que la arista política de estas bibliotecas radicaba en tener a disposición lo suscrito por unos pocos para todos y, al mismo tiempo, lo suscrito por todos para unos pocos. En permitir, gracias a sus diferentes documentos, la unión entre lo que en un principio se presentaba disímil, o al contrario, la distinción entre lo que en un principio se presentaba como semejante.
Tal vez persistiendo en esta arista, en un futuro cercano, no se persiga ni mueran más migrantes por equivocación, como en el caso de Inglaterra; ni se quemen o se desvirtúen las colecciones que llegan a las bibliotecas, como en el caso de Colombia donde siguen siendo tan vulnerables, por estas y otras mil razones.
Notas al pie
1. Ponce, Aníbal. Educación y lucha de clases (1998). Editorial Akal, p. 77.
2. Benjamín, Walter. Desembalo mi biblioteca. P. 397.
3. Ovenden, Richar. Quemar libros / Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento (2021) Editorial Planeta, p. 195.
4. Coronell, Daniel. La noche de la hoguera.
4. Arendt, Hannah. ¿Qué es la política? (2002) Editorial Paidós, p. 68.