Si algo me ha quedado claro por virtudes del oficio de mucho tiempo es la claridad no solo conceptual sino gramatical de la inmensa mayoría de las sentencias que todas nuestras cortes han emitido desde que se proclamó la constitución del 91. Razones además para concluir que las que se hicieron con anterioridad han tenido el mismo rigor de las que pude leer sin ser precisamente abogado sino por algunos conocimientos sobre lógica y epistemología.
Por eso me parece importante tocar un tema que se ha vuelto incomprensible para los colombianos del montón, y es el enfrentamiento soterrado cuando no abierto entre las decisiones de las cortes y los representantes de las otras ramas del poder público, incluidos, por supuesto, el presidente, algunos parlamentarios y periodistas que, antes que recurrir a argumentos razonables, deciden enfrentarlas con altas dosis de populismo que en lugar de aclarar los temas los precipitan en una mayor incomprensión.
Populismo, palabra no para demeritar a quienes se oponen a principios neoliberales como se acostumbra en las altas esferas económicas, sino como forma de engañar a ciudadanos poco ilustrados, en temas de alta sensibilidad social, con posiciones o promesas simuladas para obtener su favor político.
Que es lo que ha pasado a raíz del muchas veces vituperado pero poco entendido principio de la libre determinación de la personalidad con que la impronta de los derechos humanos ha investido a todos los hombres, contrario a la vieja idea de que este tipo de dignidades solo eran aplicables a quienes se consideraban, por derecho propio o por obra de un dios cualquiera, estar por encima del resto de sus semejantes, y que rigió al mundo en épocas en que la evolución del pensamiento y la sociedad no habían alcanzado la claridad cartesiana para hacerse incontrovertibles.
Hacerse incontrovertibles pero no por ello reales como les sucede a naciones como la colombiana, cuyas dirigencias antes que hacerse partícipes activas de las ideas de las que dicen ser admiradores y practicantes, se han dedicado a eludirlas arruinando día a día la situación real de los colocados bajo su liderazgo y complicando la vida institucional de sus países hasta los límites de la inviabilidad.
Que es lo que aflora detrás de estos choques contra el Estado de derecho, donde no es precisamente la sabiduría de las leyes la que se discute sino el hecho de chocar su racionalidad contra el estado de cosas descompuesto a que ha llegado nuestra sociedad, gracias a la incompetencia de quienes se comprometieron como líderes a llevarla a buen puerto.
Y entonces la culpa de que las cosas no estén bien no se halla en la inmisericorde situación de pobreza material y precariedad moral en que se levantan millones de niños indefensos en un país que se destaca entre los más inequitativos del mundo —condición lamentable impulsada y perpetuada por todos los gobiernos, parlamentos y tribunales de nuestra patria sin que sientan por ello responsabilidad alguna— sino por el derecho al desarrollo de la libre personalidad defendido por las cortes que, en el fondo del asunto, se oponen en sus sentencias a encubrir la estancada y podrida realidad de Colombia.
Que, por supuesto, ha llenado nuestras calles de incapacitados mentalmente para sobrellevar siquiera un futuro corriente, de drogadictos —la mayoría enfermos graves— que como zombies intentan sobrellevar su poco estética y dramática existencia, mientras jíbaros, delincuentes y microtraficantes indetectables por autoridades inmorales, pululan alrededor de las escuelas y colegios para aniquilar a aquellos jóvenes que, en muchos casos por milagro, se han salvado hasta entonces de la tragedia redonda de la drogadicción que muchos encuentran anunciada.
Martha Senn, en El Tiempo del 9 de junio, describe así en Testigo de las ruinas, la concepción estancada con que nuestros gobernantes ejecutan obras transformadoras como las del parque del Tercer Milenio, que reflejan, luego de 15 años de inaugurado, el atolladero mental como se tramitan las soluciones que se aplican en nuestro medio y sus terribles efectos: “El desalojo humano sucedió. Los expulsados por el destino, a los que la calificación de seres humanos no los alcanza, se conocen con el atroz apodo de 'desechables'. Siguen deambulando, duermen bajo los puentes. Respeto, dignidad e igualdad no existen para ellos, pero la libertad de morirse de hambre y abandono la tienen garantizada.”
Sin embargo, quienes han alimentado la tragedia aparecen con cara de santones para aullar que están contra las cortes para defender la juventud y la familia y actuar contra las drogas, perseguir a drogadictos y estudiantes y de ahí saltar a llenar de glifosato los huertos de los campesinos que la siembran. Sin que extrañamente salgan al escenario de sus imprecaciones los grandes centros de acopio y ollas urbanas, menos los grandes y medianos capos ni los negociantes que invaden las ciudades con toneladas del veneno, sin que las autoridades encargadas de observarlos y capturarlos los detecten.
Las salidas de madre de un presidente como Iván Duque contra los administradores de justicia probablemente no sean solo obra suya —a pesar de ser demasiado conservador parece un hombre decente— sino de sus funcionarios más cercanos, entre ellos sus asesores jurídicos que le permiten, sin evaluar con alguna consideración las sentencias que le incumben como mandatario, sobreactuarse con peligro para la estabilidad institucional bastante comprometida del país.
Lo que no se nos pasa por la cabeza es que las veleidades presidenciales sean fruto de órdenes de un fanático que aquí en Colombia no solo encarnó al perro rabioso de Bush hijo sino sirvió de maestro al ominoso presidente Trump. Porque del lado del senador Uribe y su patota de turiferarios las reacciones descompuestas son explicables debido a su carácter enfermizo y en plan político irresponsable y de largo plazo, hasta que los medios lo traten en sus justas proporciones o sus huesitos y carnitas tengan piedad de él.
Lo de Cundinamarca por Dinamarca traído a la palestra por algunos no hace sino revivir el consabido mensaje de que las cortes, y, en especial la Constitucional, no están para invitarnos a ser mejores dentro de los valores culturales que hemos escogido sino a que sus sentencias corroboren y justifiquen el estado anormal en que nos movemos al parecer sin remedio.