Aquel espléndido verano de los años ochenta me encontré, por esas cosas inusitadas de la vida, con el abogado Eduardo Umaña Mendoza en las playas del río Danubio en la ciudad de Viena. Dicho encuentro, propiciado por el exparlamentario Miguel Gamboa, pudo haber sido solo un estrechón de manos y un efímero y trivial intercambio de palabras si no hubiera sido por las horas de angustia que vivimos ese día cuando creímos que una de las personas mayores que nos acompañaba había sido devorada por la imponente anchura del remanso. Entonces Eduardo y yo en un acto reflejo nos quitamos la ropa hasta quedar en paños menores y en menos de lo que canta un gallo nos adentramos en el famoso río en busca de la desaparecida. Los ahogados hubiéramos sido él y yo si no es porque en medio de nuestra zozobra nos dimos cuenta de que en la playa la presunta ahogada se reía a nuestras espaldas mientras secaba su lechosa cabellera.
Poco tiempo después de aquel tragicómico episodio volví a encontrarme con el gentil Umaña Mendoza en la Universidad de Estocolmo donde había sido invitado por el historiador Carlos Vidales para dictar una conferencia sobre los derechos humanos en Colombia. Pues bien, cuando Eduardo terminó su charla y la numerosa audiencia partió para su casa, un puñado de personas nos quedamos para seguir hablando de los estragos que había causado en la fila de los luchadores populares el tristemente célebre Estatuto de Seguridad, una aberración jurídica implantada por los militares y la clase política colombiana de ese entonces. En esa ocasión Eduardo me presentó a Carlos al tiempo que manifestaba que no podía entender que dos “reconocidos” desterrados de Colombia viviéramos donde se acaba el mundo sin conocernos personalmente.
Ya de regreso a Jönköping, lugar donde siempre he vivido en Suecia, pensé en todo menos en que ese encuentro sería la última cita con Eduardo Umaña Mendoza y el inicio de una gran amistad con su anfitrión. Así fue. Corroído por la curiosidad, empecé a indagar entre mis amigos quién era Carlos Vidales. Mi sorpresa aumentaba al paso de los comentarios que llegaban a mis oídos. Me enteré que había sido uno de los responsables de la otrora Revista Alternativa y que el folclórico Jaime Bateman era quien lo había convencido de capitanear la aventura guerrerista del M-19. Pero así de rápida como fue la entrada de Carlos a ese grupo de alzados en armas, fue su salida. El único gran combate que vivió en las majestuosas montañas fue contra el desconocimiento que los combatientes tenían sobre los nefastos hechos políticos de Colombia. Según algunos de sus amigos, Carlos no tenía buena puntería con el fusil pero era certero con la tiza sobre la pizarra. Supe también de su primer exilio en Chile y sus estudios de medicina en Argentina. De paso me enteré que había sido un entusiasta trabajador de Salvador Allende y su causa del socialismo democrático. De muchas más cosas me puse al corriente, menos de que este errante historiador era un aficionado a pulir versos. Como tampoco a nadie se le ocurrió contarme que el padre del pichón de poeta era uno de los iconos de la lírica colombiana, el maestro Luis Vidales ni que el vate Juan Manuel Roca era su primo por el lado paterno.
Los años pasaron sin darnos oportunidad de volvernos a encontrar a pesar de que participábamos activamente con sendas notas para el panfleto Macondo, órgano de la diáspora colombiana en Suecia, y con artículos para el semanario Liberación, esas veinticuatro hojas de actualidad de Latinoamérica que aún existe y que fue fundado por jóvenes rebeldes de Uruguay que habían logrado escapar de las mazmorras y las salas de tortura de los militares en la triste época de las dictaduras del Cono sur. Recuerdo que durante ese largo tiempo mi único contacto con Carlos fue a través de una llamada telefónica donde consternados constatábamos que las balas de la ultraderecha criolla habían terminado con la vida del humanista Eduardo Umaña Mendoza. Con pocas y sentidas palabras lamentamos la muerte de quien hasta el final de sus horas había sido leal a su pensamiento y a la causa de los oprimidos de nuestro continente.
Ya para esos días La rana dorada, la página sideral que Carlos había creado contra la mezquindad del mundo, había saltado a la fama cargada de agudos, picarescos y sesudos escritos. En dicho espacio su autor puso a revolotear a un grupo de diversos animales a los cuales les cambió su verdadera catadura para que pudieran dirigir al mundo. Convirtió a un burro en filósofo, a una culebra viuda en madre de todos los traidores del mundo, a una rana verde en chaman que hace llover cuando los pájaros tienen sed. En ese mundo fantástico aún se puede leer acerca de gente con ideas propias y también de otros con ideas ajenas.
Pues bien, en otra llamada telefónica Carlos me propuso que colgáramos un par de mis cuentos en su lograda red. Sí, a la semana siguiente dos de mis primeros relatos emprendieron una vuelta sideral de la cual aún no han regresado. Debe ser, digo yo, porque se fueron acompañados de esas bellas palabras de halago con que el historiador los despachó. Las transcribo en esta nota porque sé a cabalidad que jugaron un papel importante cuando me iniciaba en la genial odisea de la escritura de ficciones: “Estilo vigoroso, directo. Sus frases suelen tener una fuerza descriptiva y una acerada capacidad de síntesis que indican la influencia provechosa y fructífera de grandes maestros: Guimaraes Rosa, Rulfo, Quiroga, Poe.” Sin embargo, ser amigo de Carlos no era cosa fácil. En asuntos de amistad a él le pasaba lo mismo que a los envases de salsa de tomate, había que sacudirlos con fuerza para que saliera. Y ese sacudón llegó a suceder en el puerto de Malmö, al extremo sur de Suecia, en un otoño cuyo año no alcanzo a precisar.
Allá tanto Carlos como yo fuimos invitados por el poeta Lasse Söderberg para que habláramos de las vicisitudes del exilio colombiano en la frialdad de la tierra nórdica. Confieso que tanto Lasse como Carlos y yo salimos de la reunión convencidos de que la charla no había salido como nos hubiera gustado. Abandonamos el lugar convencidos de que es imposible hablar de un tema tan lleno de sentimientos en un lenguaje que nada tiene que ver con nuestro idioma materno. Tanto Carlos como yo hablábamos en ese entonces un sueco entendible pero que no nos ayudaba a expresar que el destierro es la canallada más grande a la cual puede ser sometida una persona. Es cierto que el poeta Ovidio puso al descubierto el alma del exiliado en su poderoso canto Tristia, pero ese desgarrador escrito lo concibió en su propia lengua, con las palabras que aprendió mientras lo amamantaban.
Al día siguiente Carlos y yo salimos a caminar por las apacibles calles del puerto. Visitamos un par de esos agradables lugares donde venden libros usados, ejercicio que nos motivó a hablar sobre la desconocida influencia de las letras suecas en otras literaturas. Ya sentados a la mesa de algún modesto restaurante le conté que yo de joven era un asiduo lector de Pekin Informa. Entonces me confesó que él también de joven acostumbraba a llevar dicha revista en su bolso de hippie andariego pero con otras intenciones diferentes a la de enterarse de los logros del comunismo chino. Pekin Informa estaba hecha con un finísimo papel de arroz, apto para envolver yerbas poco recomendables. A partir de ese día mis encuentros con Carlos fueron más frecuentes. Entramos en confianza y cogimos en serio el extraño rito de intercambiar poemas en pos de la crítica objetiva, por decirlo así, de alguna manera académica, pues en el fondo se trataba de encontrar los gazapos líricos que el otro no podía ver en sus escritos. Con el paso del tiempo pude constatar que Carlos era como él mismo se había descrito en uno de sus postreros poemas: sonrisa en ristre, gesto soñoliento, oreja arzobispal, ancha nariz donde se hospedaba el viento. Agregó que era un gran conversador y un bromista a morir.
Carlos Vidales partió de este mundo sin tener tiempo para preparar la despedida final de desterrado político. Apenas si alcanzó a murmurar que el lugar donde se hallaba era el lugar ideal para morir: al pie de la estatua de Simón Bolívar, que todavía le da la bienvenida a los visitantes de la embajada de Venezuela en Estocolmo. Por esos actos románticos y osados de sus amigos, sus restos fueron contrabandeados a París, lugar donde viven muchos exiliados como él lo fue. Sus cenizas están allá, es cierto, pero no es menos cierto que también están regadas en el espíritu de los convencidos de que la infamia del destierro tendrá algún día que desaparecer de la faz de la tierra.