Hace mucho quería contar esta historia. No pocas veces la fortuna de unos es la amargura de otros. En una prestigiosa feria de arte nos contrataron para coordinar una actividad creativa con niños de dos a siete años. El ejercicio consistía en acompañarlos para que pintaran con temperas cajas de cartón que luego al unirse, una sobre otra, se convertirían en un muro colorido. El reto era poder captar su atención y vigilar que la pintura no se saliera -del todo- de control. El público objetivo eran los hijos de los asistentes de la feria. Alcanzamos a reunir un grupo de doce o quince. Justo antes de empezar una de las personas de producción se nos acercó y nos pidió que esperáramos un par de minutos para darle inicio a la actividad; mientras llegaba un nuevo grupo de participantes. La feria había invitado a una fundación dedicada a ser el hogar de paso de menores dados en adopción y les pareció oportuno que se nos unieran. Por supuesto los esperamos.
Las niñas y niños de la fundación no tardaron en llegar. De inmediato se alistaron, emocionados, tomaron los pinceles y brochas y se dispusieron a unirse al grupo original. Sin embargo, tuvimos un imprevisto de último momento. Una de las madres decidió, al ver a los nuevos integrantes, retirar a sus dos hijos de la actividad. Sus hijos sorprendidos y decepcionados, opusieron algo de resistencia pero ante la afanosa molestia de su madre salieron del lugar. Presencié la escena con desconcierto pero continuamos sin darle importancia. Dos horas después, un muro de cartón se alzó ante las miradas alegres y satisfechas de todos.
Jamás he creído que los niños son presencias puras y ajenas a toda crueldad humana. Su pertenencia a nuestra especie los convierte en seres complejos que heredan muchos defectos y carencias. Sin embargo y en la misma proporción, también son depositarios de los miedos, prejuicios y amarguras de sus padres. Y como en todo proceso de aprendizaje, la lección se afianzará más si se reitera y profundiza. En el fondo y en la superficie, nuestros hijos son nuestras pequeñas imitaciones: para bien y para mal. Lo crítico se presenta cuando los preparamos para un mundo que no existe: un delirio en el que siempre vivirán en la burbuja siniestra que, por protegerlos supongo, creamos. Una tierra de niños solos.
No obstante, el asunto se hace más peligroso cuando lo observamos con cierta distancia. Con ese tipo de actitudes la crianza se convierte en un mecanismo de selección social en el cual los menores jamás comprenderán y serán capaces de concebir a los demás como iguales. Lo cual termina por prolongar los complejos de los papás en las nuevas generaciones, impidiendo que, en el corto y mediano plazo podamos tener una sociedad más incluyente y justa.
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Las casas se han convertido en un campo de batalla política e ideológica en la que los hijos son sometidos a constantes ideas de desprecio y menoscabo de los opositores políticos
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Por lo pronto y para no perder el tema del momento, imagino que hoy en día las casas de la mayoría de los colombianos se han convertido en un campo de batalla política e ideológica en la que los hijos son sometidos a constantes ideas de desprecio y menoscabo de los opositores políticos. Y de esa manera, y de a poco, van formado su percepción de un significado deformado de la democracia: la aniquilación reputacional del que piensa diferente. La mas pavorosa herencia que podemos dejarlos a los que vienen y que ha convertido a la violencia en un interlocutor válido cuando se escala la controversia.
Es curioso cuando a los niños y niñas se les encarga con una idea tan voluble e impredecible como ser los representantes y responsables del futuro, cuando al fin y al cabo los convertimos en prolongaciones, más jóvenes y vitales, de toda esa amargura e impudicia que el tiempo ha sabido enconar en nuestras vísceras. Ojalá los cuidáramos del miedo que le tenemos a la diferencia de pensamiento con el mismo empeño que los cuidamos de las groserías, la violencia de las series de televisión y las pantallas del celular.