Alborada es el título de la columna publicada en El Espectador por Pascual Gaviria el pasado 2 de diciembre. En ella, y en ese estilo claro y directo que yo particularmente tanto disfruto, Gaviria apunta sus lanzas a quienes levantamos la voz contra la nueva tradición paisa de dar la bienvenida a la Navidad con cantidades descomunales de pólvora detonante. Y lo hace siguiendo dos rutas.
En la primera define como sicología de fin de semana la argumentación centrada en el supuesto origen paramilitar de la Alborada. Escribe Pascual: “Se trata sobre todo de dividir a la sociedad entre quienes son silenciosos, cívicos, moderados y espirituales, y sus contrapartes derrochadoras, arrogantes, con gustos primarios e impulsos violentos. Los analistas trazan la línea y, por supuesto, se ubican del lado de la superioridad moral, disfrazan de reflexión cuidada su gusto por armar bandos definidos entre el bien y el mal.” Y tiene razón en mucho, pero no en lo esencial. La razón le asiste al poner el dedo sobre la desagradable pulsión decrear facciones y alinearnos con una de ellas pretendiendo una suerte de supremacía ética, pero yerra al suponer que es ese —su origen paramilitar— el centro de la crítica a la Alborada.
Que el inicio de la detestable práctica
tenga o no relación con la desmovilización de un grupo paramilitar,
es un dato apenas anecdótico que no la deslegitima per se
Que el inicio de la detestable práctica tenga o no relación con la desmovilización de un grupo paramilitar, es un dato apenas anecdótico que no la deslegitima per se. Y coincido con Pascual en que en ese dato menor se empantana mucha de la crítica. Imagino que si Don Berna hubiera decidido celebrar su retorno a la vida civil regalando juguetes a los niños pobres y eso se hubiera convertido en tradición, nadie estaría levantando la voz.
Lo que convierte a esa bacanal pirotécnica en algo aberrante es que institucionaliza una vez más —como si hiciera falta— la detestable costumbre paisa de anteponer el deseo propio al derecho de los demás. Si es un atropello —como lo es— que un vecino cierre una calle para bailar toda la noche sin importarle si alguien debe (o simplemente quiere) entrar o salir,descansar o leer, callar o dormir, también lo es entonces que se queme pólvora detonante sin importar que alguien descanse, esté enfermo o sufra por sus mascotas.
El segundo argumento de Pascual es más difícil de sostener todavía. Con ejemplos literarios nos explica lo que es evidente: que la pólvora ha estado omnipresente en las celebraciones paisas desde tiempos inmemoriales, y concluye que eso, sumado a la dulce nostalgia de la niñez que nos trae la pirotecnia, debería ser suficiente para entender y aceptar la Alborada.
Las navidades de la infancia también llegan a mi recuerdo con olor a chorrillos y papeletas. Y es una evocación que me hace feliz. Pero la dejo ahí, en el pasado, por la simple razón de que, al crecer, como médico en los pabellones de niños quemados, descubrí la arista perversa de esa tradición y entendí que un buen recuerdo no justifica una práctica odiosa.
Voy a Fernando Vallejo, como el mismo Pascual lo hace, para recordar los últimos párrafos de Los días azules que siguen siendo, hasta el día de hoy, la escena que más conmovedora me resulta de cuantas he leído de la literatura colombiana. En ella Vallejo relata con prosa mágica el rito navideño de elevar globos. Siempre que la leo, lloro. Veo en ella mi infancia. Me veo yo mismo. Pero que entre los más preciados recuerdos de mi niñez estén las mismas imágenes bucólicas que pinta el escritor, no impide que hoy me oponga por completo al uso de los globos de mecha. La razón es sencilla: mientras crecí entendí que esa tradición produjo montones de incendios que rompieron con la vida de cientos de familias.
Recuerdo una imagen entrañable de los paseos del bachillerato: la botella de aguardiente pasando de mano en mano, desde las últimas bancas del bus hasta la primera, mientras todos cantábamos al unísono y felices “aguardiente pa’l chofer que hasta ahora va muy bien”. No creo que Pascual, que con seguridad asistió a una escena similar, crea que eso justifique que los conductores de transporte escolar se tomen sus traguitos en medio de la ruta. Ni creo tampoco que esté dispuesto a defender que se suspenda el uso de cascos para los motociclistas por el nostálgico recuerdo de cómo el viento sacudía nuestro largo cabello adolescente mientras manejábamos una Kawasaki en la década de los ochenta.
No entiendo cómo se puede defender una práctica que vulnera los derechos de los otros y que pone a muchos en franco peligro, apelando a la añoranza personal. A la hora de defender el derecho al descanso o a la salud de los demás, de priorizar el derecho de los animales a vivir, por encima del derecho de los humanos a celebrar, la nostalgia de Pascual, la de Vallejo, la mía o la de cualquier otra persona, resultan estruendosamente intrascendentes.
Pero si eso no es suficiente, deberían bastarle a Pascual dos razones más para no ser condescendientes con la pólvora de la bendita Alborada: la ley la prohíbe y los niños se queman.