Ante qué autoridad, y de la manera más respetuosa, y esperando de la misma, una posición correcta: democrática o neutral, o tan siquiera sensata, puedo indicar mi malestar con la agresiva campaña de toda la organización Ardila Lülle, y sobre todo, a su producto estrella o marca mejor, Postobón.
Claro, sin dejar fuera de mis amores a RCN radio, TV, Edinsa, Peldar, etc. ¿Son muchas no? Sin embargo, es más molesto, dentro de una escala subjetiva, o sea para mí solito, esa invencible aversión como decía Shakespeare, hacia sus bebidas azucaradas y su convicción infinita o ideal vanidoso, de que cada colombiano los quiere, que ellos nos representan y que su monopolio nos hace la vida más grata.
Sabemos que son, bueno la organización, los que dictaminan y finalmente aprueban las leyes, como si fueran una religión por lo mismo no deben pagar impuestos; las que inspiran a los jóvenes y pequeños empresarios que desean tener un imperio como ese; las que normalizan los procesos industriales y del mismo modo, los que embotellan sueños y anhelos de un pueblo que no tiene más opciones, a menos que vivan en Girardot o en Melgar donde existe y quizá, espero sinceramente equivocarme, la resistencia más admirable a su ambición carbonatada, la llamada gaseosa Sol.
Sabemos que están detrás del poder mediático, con sus "súper periodistas", cosa que, no se cansan de repetir en sus decenas de emisoras de irreverentes “niños bien” descendientes directos de ingleses o, en su defecto, la imagen más irrespetuosa que haya visto: el trabajador humilde, pintado como un ordinario y machista que le gusta el género duranguense y popular, un bebedor melancólico y soberbio, que disfruta del humor sobre defectos personales y despierta con noticias de riñas intolerantes solucionadas a base de machetazos, dicho de esta manera, no me lo invento.
Sabemos que controlan el vidrio, el sonido, el sabor, y la información, sin dejar de lado que todo lo transportan con sus respectivas empresas y nos venden sus “coches”. Pero lo más raro, es que controlan el color: el verde de su equipo favorito y el rosado de su manzana —para los que no me conocen, no me gusta el fútbol— como términos totalizadores, incluyentes, que agrupan su mundo perfecto donde se supone, que hacemos parte, pero representados por esos dos colores.
Quién se atreve a decirles que son los que crean y tergiversan casi como un acto de prestidigitación suprema, las controversias, la intriga política, las creencias y la diversión a su voluntad sagrada, llorando, con infinita pasión, ante las injusticias del pueblo ignorante que les consume y llena sus escenarios para aquellos lanzamientos, donde encontrarán cultura y muestras de los grandes iconos de la historia contemporánea, como narcotraficantes y sicarios.
Están en cada acto público y no se inmutan en ningún momento, ni se detienen a pensar, “¿Será que los estamos agobiando?” pero luego recuerdan que este es su país, no el mío, ni el tuyo lector ni el del otro.
Tenemos que escucharlos, verlos, beberlos y creerles… porque ustedes están seguros que son la cara de Colombia, pero desde el edificio Coltejer.