La Semana Santa, en el mundo católico heredado de la España de la conquista y la Inquisición, cada año nos revive el drama del culto a la imagen del Cristo crucificado, después caminar con su ejemplo y palabra intentando liberar de las miserias físicas y espirituales a sus contemporáneos de la Palestina que recorrió: solo y con los apóstoles, incluida la Magdalena.
Es la imagen del líder que se opone a la opresión de su pueblo, fue torturado y crucificado por no aceptar la plena autoridad del poder establecido “para redimir a la humanidad pecadora”, según doctrinas difundidas por iglesias de distintas variantes que se apropiaron de su culto para seguir pecando, rezando, recogiendo diezmos y en caso de los católicos: confesándose y empatando, para que en esencia las sociedades no cambien y los desahuciados sigan esperanzados en el cielo después de la muerte.
Líderes como Gandhi y Luther King siguieron los ejemplos de Cristo al pregonar la no violencia como camino a construir sociedades más justas. En nuestro país Gaitan, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo fueron asesinados cuando por la vía democrática intentaban transformar la desigual y conflictiva sociedad, al igual que Jaime Garzón, quien con el humor como su principal arma, hirió a las fieras que no saben reír. Sin quererlo, ofrendaron sus vidas por sus semejantes y cada que recordamos sus ejemplos, ideas y propuestas: los estamos resucitando.
Sin embargo hay otras muertes que con su prolongada agonía hacen vivir al protagonista el infierno que tanto temen ‘en la otra’, como las que nos muestra Tolstoi en La muerte de Ivan Ilich.
El relato omnisciente empieza con la muerte de Iván. El autor desnuda la mente de “sus amigos” y compañeros de oficina que en el fondo están contentos porque podrán ascender en el escalafón burocrático, gracias al escritorio que dejó vacante el difunto. En el mismo velorio nos describe el dialogo que sostiene su viuda con uno de sus colegas para lograr obtener un incremento en la pensión.
En los capítulos 2 y 3, nos describe el origen familiar y social de Iván, la progresión desde que fue estudiante de leyes, se graduó, e inició la carrera administrativa, moviéndose en una sociedad parasitaria de burócratas como su padre, que alrededor de convencionales y acartonadas relaciones de convivencia, se encasillan como rebaños de ovejas acostumbradas a rumiar ambiciones y necesidades económicas para satisfacer, lujos que no los llenan, mientras se relacionan en visitas formales, juegos de cartas, fiestas y charlas banales teñidas de hipocresía y apariencias.
A partir del capítulo 4, el autor describe la caída de Iván, el golpe que recibe y desencadenará su enfermedad, cuando instalaba las cortinas de la casa alquilada en San Petesburgo, gracias al mejor empleo que obtuvo en el Tribunal, valiéndose de sus influencias.
La narración, se concentra en la evolución del mal que se manifiesta con un dolor sordo en el abdomen, mal aliento y en cómo mina el físico y mente de Iván, que ante la inutilidad de los tratamientos prescritos por los diferentes médicos, cada vez más, se convence de que la muerte es inevitable.
La progresión de su deterioro físico y mental, transcurre en siguientes capítulos en medio de la lucidez brindada por la conciencia de su irremediable partida para captar lo artificial y falso de su vida en el Tribunal, enredado en códigos y farragosas leyes que atenazan las miserables cotidianidades de sus víctimas y en medio de las visitas y convencionales exámenes de los médicos que no pueden curarlo y alimentan vanas esperanzas mientras cobran sus honorarios, y agobiado ante las vidas falsas y sentimientos de su mujer, su hija y compañeros de trabajo, que en el fondo quieren que se muera.
Después de varias semanas agobiado por los dolores físicos y principalmente por los sufrimientos morales, al convencerse, que su vida parasitaria y banal, fue una farsa y un desperdicio, pocas horas antes de su muerte, y después de terribles aullidos, Iván va apaciguando su espíritu, el temor a la muerte se disipa y cesan sus rencores y odios acumulados contra sus familiares. Brilla una luz creciente al final.
“En ese mismo momento Ivan Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún. Se preguntó: '¿Cómo debe ser?' y calló, oído atento".
—¡Este es el fin! —dijo alguien a su lado.
"Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. 'Este es el fin de la muerte', se dijo. 'La muerte ya no existe'. Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió”.