Era mayo de 1980 y un jovencito de 14 años trataba de dominar sus nervios antes de salir al escenario. Iba repasando mentalmente los parlamentos que tendría que decir en esa tarde sofocante del sábado caleño. Sus compañeros del colegio conocían de sobra su talento. Era el mejor actor del grupo de teatro pero ahora, con la puesta en escena del Cornudo apaleado y contento, se consagraría definitivamente como un gran intérprete juvenil. No era una presentación más. Entre el público estaba, además de sus padres, su hermano Rodrigo que en esa época era su ídolo. Él era un muchacho de 24 años que ya había aparecido como extra en un par de novelas y hasta había tenido la oportunidad de decir un diálogo en televisión. Si, ahora podía decirle que él no era el único de los Moreno que había nacido con el don del histrionismo.
El reloj, intimidante, se acercaba a la hora señalada cuando Marlon se dio cuenta que en su camerino no estaba el vestuario que requería su personaje. Asustado, llamó a su profesor y con la ayuda de un par de alumnos, pusieron el lugar patas arriba pero la ropa nunca apareció y el muchacho, haciendo gala de su natural malgenio, decidió no presentarse y durante dos años no le dirigiría la palabra a su estimado profesor de teatro.
Batallador, obsesivo e incansable, Marlon Moreno nunca dejó de pensar en que su destino era la actuación. Por eso, contraviniendo el deseo de sus padres que lo querían ver hecho un ingeniero o un doctor, apenas termina su bachillerato se inscribe en la escuela de arte dramático de la Universidad del Valle, en donde sus continuos cuestionamientos al método de enseñanza impartida lo convirtieron, en muy poco tiempo, en un alumno detestable. Sabía que si quería ser un actor todavía mejor que su hermano Rodrigo tenía que irse de Cali y es así que comienza a trabajar. Tiene 18 años y ya ha sido taxista, cajero, mensajero y hasta trabajó en una fotocopiadora que quedaba al frente de la universidad. Con lo que pudo ahorrar y una plata que le dio su familia, se fue para Bogotá e ingresó a Estudio XXI en donde de la mano del maestro Paco Barrera pudo conocer más de cerca los misterios ancestrales de la profesión que había abrazado con determinación.
Se quedó un par de años en Bogotá en donde se dio el lujo de rechazar un par de proyectos porque sabía que estaba crudo, que todavía no era el actor que él quería ser. Trabajando fuertemente logra conseguir lo necesario para irse a México y luego dar el salto a París, allí termina un taller de círculo neutro, expresión corporal y voz. A pesar de todos los sacrificios que ha tenido que hacer para pulir su arte, Marlon Moreno empezó a transformarse en un gran actor sólo cuando decide dejar a un lado la teoría para adentrarse, con sus propios métodos, en el personaje. Y si bien esto le ha proporcionado muchas satisfacciones también le ha traído un sinfín de problemas. Es que, como si de un seguidor del método Stanislavski se tratara, Marlon deja de ser él para convertirse en el personaje. Cuentan que después de haber terminado la agotadora grabación de la primera parte del Capo, vivió un largo periodo de mutismo. No quería hablar ni ver a nadie, rechazó 19 propuestas de trabajo, incluso algunas que venían directamente de los Estados Unidos. Le costó nueve meses dejar a un lado a su Pedro León Jaramillo para convertirse luego en el doctor Juan Felipe Becerra en A corazón abierto 2.
Pero esto sería muchos años después, porque estamos en 1994 cuando Marlon tiene 28 años y ya se considera listo para actuar. Atrás quedaban los años de angustias, privaciones y sufrimientos, los años “En los que tuve que comer mucha materia fecal” como el mismo dice. Ahí estaba en Telepacífico, interpretando a Paco en la comedia Gente fresca, papel por el que obtendría el primero de los muchos premios que ha recibido. El galardón se lo entregó Jorge Cao, y el actor cubano, quien hoy en día es uno de sus más entrañables amigos, recuerda que ese día lo abrazó y le dijo que si seguía así pronto se iban a encontrar trabajando en una serie nacional. El vaticinio no demoró mucho en cumplirse: dos años después, en 1997, ambos coincidían en La mujer del presidente.
Cao, que ha sido testigo de excepción de los estragos emocionales que le genera a su amigo la interpretación, considera que el método utiliza en ocasiones puede llegar a ser peligroso “Creo que él está en el proceso de búsqueda de cómo se construye un personaje. Él se formó sobre la marcha y no tuvo la posibilidad de tener una escuela sólida y eso hace que, inconscientemente, termine absorbido por el mundo emocional de su personaje. Eso es deficiencia, no virtud. Como actor tienes que entender que un personaje es algo que creas, a quien le prestas tu cuerpo, tu voz, tu pensamiento, pero que ese personaje no eres tú”. Y ese electrocardiograma emocional le ha costado dos divorcios y una fama de malgeniado y complicado que compañeros suyos del gremio se han encargado de divulgar. Ante estas afirmaciones, Marlon sólo dice lo siguiente “Yo soy Tauro, soy como un toro, dejen comerme mi pasto tranquilo”.
Del Víctor Leal de La mujer del presidente, pasa al Ciro Bernal de Pandillas guerra y paz haciendo el primer papel como capo de la mafia y teniendo de paso su primera colaboración con el director y libretista Gustavo Bolívar. En el 2004 y de la mano del realizador caleño Antonio Dorado, conoce por fin al que sería su primer y único amor: el cine. “El cine es una forma de vida, de pensar y de sentir, sólo pienso en cine. Creo que las equivocaciones que he tenido en mi vida han sido porque mi pensamiento siempre está cinematográficamente puesto. Creo que no pienso realmente ni siquiera, creo que no existo en la realidad, creo que sólo existo en el cine… Lo amo” y ese amor vaya que ha sido correspondido; para juicio de este crítico sus mejores interpretaciones las ha conseguido en la pantalla grande. Porque en El rey está magistral y el tándem que hace con el flaco Solórzano es de lo mejor que hemos podido ver en el incipiente Cine Negro nacional. Incrédulo al verse proyectado sobre la inmensa pantalla, Marlon Moreno, como si de un niño afiebrado se tratara, vio la ópera prima de Dorado nueve veces.
Entonces a sus 38 años ya sabía cuál era el camino que tenía que elegir “La televisión me iba a contentar el bolsillo y el cine me iba a dar felicidad”. A finales de la década pasada llegaría la consagración definitiva con una exitosa y demoledora racha que empezaría con Sin tetas no hay paraíso y su despiadado Tití, con Perro come Perro y la angustia contenidamente cinematográfica de su Víctor Peñaranda, el sicario autodestructivo que decide desafiar al jefe del cartel robándole una bolsa llena de dólares y llegaría al cénit de su popularidad interpretando al Pedro León Jaramillo del Capo.
Las mujeres cayeron rendida ante su pose de Bad boy y él, introspectivo y tímido por naturaleza empezaba a sentirse incómodo con tanta exposición mediática. Había días en que le provocaba dejar las intensas campañas de promoción de la serie para recluirse en su cabaña en las afueras de Bogotá, a someterse a una maratón del mejor cine latinoamericano y a releer la saga completa de Los reyes malditos. Pero no podía huir a la realidad: su éxito lo había convertido, muy a su pesar en el rostro de las narco-novelas. Al terminar las grabaciones de la serie, sumergido en una profunda depresión, se jura una y otra vez no volver a interpretar a un mafioso nunca más en su carrera. Ya tenía miedo de ser encasillado, de venderle su alma al diablo por un saco de billetes. Sin embargo, en el 2010 y después de protagonizar las inefables Coma y Entre sábanas, dos indiscutidos bodrios, acepta la propuesta de volver a encarnar al Capo.
Sus fans, por supuesto, se pusieron felices, pero una parte del respeto que la crítica tenía hacia el actor desaparece instantáneamente. Él, casi que apenado, dio esta tibia explicación “Lo hice principalmente porque me lo pidieron los Duque -Samuel Duque y Samuel Duque Jr., padre e hijo, respectivamente Presidente de Fox Telecolombia y Vicepresidente de Operaciones de esta misma productora- Son como mi familia, los conozco desde hace muchos años. Creyeron en mí cuando muy pocos lo hacían, este era el momento de creer en ellos porque sé que sólo quieren lo mejor para mí”. La segunda parte fue un éxito continental. Marlon, un poco asqueado por esa saturación de su imagen se adentra en el río purificador del cine con resultados desiguales. Su interpretación de un diabólico mafioso en la ridícula Secreto de confesión parecía ser la confirmación de que definitivamente Pedro León Jaramillo se había tragado al gran actor que fue un día Marlon Moreno. Sin embargo, su trabajo en Cazando luciérnagas demostró que su talento está intacto y ojalá esta tercera parte del Capo sólo sea el punto final de su carrera como divo televisivo.
Aunque teniendo en cuenta sus últimas declaraciones no hay espacio para el optimismo. Ahora afirma que él ha aprendido mucho de Pedro León, que un mafioso es un rebelde que desafía al sistema y que lo emociona ver su cara en una valla gigante en Estados Unidos. Los que lo conocen dicen que la fama no lo ha cambiado un ápice y que sigue firme en la idea de formar una productora que ayude a crear y consolidar a los nuevos talentos del cine nacional.
Habrá que ver si es cierto, si es verdad que Pedro León Jaramillo no mató a Marlon Moreno.