Alguna vez en una Festival de Cine de Mar del Plata, dos colombianos que hacían una fila para ver una película hablaban de que querían ver el documental de Pablo. Lo decían así, a secas. Se trataba de un documental sobre el capo del Cartel de Medellín. Unos argentinos que escucharon dijeron “estos hablan de Pablo como si fuera Neruda”.
Y si, Pablo es como el poeta de los que hablan de emprendimiento, de los que creen que los pobres sólo son pobres porque son vagos, de los que son tan ambiciosos que, como el mismo Escobar, se prometieron pegarse un tiro en la cabeza si a los 25 años no tenían en la cuenta un millón de dólares.
Por más esfuerzos que hagan los alcaldes de Medellín por borrar su pasado ahí están las evidencias. Existe un culto, una adoración no sólo en la gente que recibió casa, carro y beca de sus manos sino de los que quieren ser como él: un hombre poderoso construido a pulso y cuya única meta es volverse millonario así tenga que pasar por encima del que sea.
Ese emprendimiento, divulgado y enseñado desde la escuela uribista del libre mercado, es lo que ha transformado en este país a Escobar en San Pablo. Yo recuero aún cuando murió, un día después de su cumpleaños número 44, en un tejado en Medellín, las mujeres lloraban en las calles de Colombia y a los hombres se les encogía el corazón. No había forma de que sintieran algún tipo de empatía por sus víctimas, por los familiares de sus muertos. No, había era dolor porque mataron dizque al Robin Hood, al que iba a sacar de pobre a todos los colombianos de gratis. Acá detestan el socialismo que dizque porque alimenta zánganos y en ningún otro país del mundo hay tanta adoración por la plata fácil, sin esfuerzo.
San Pablo cumple años hoy. Muchos lo siguen llorando. Sobre todo los que creen que el Estado no debería darles nada. Porque eso es para vagos.