Hace más de diez años, Manuel Pérez le construyó la abarca derecha a un gigante que siempre esperó. “Nada que aparece”, me dijo en mayo de 2014, una tarde en su casa-taller en Cereté, Córdoba.
La espera se acabó. Manuel Pérez murió el 27 de julio a sus 84 años, a eso de las diez de la noche, según relata Juan David, uno de sus nietos.
Las emisoras no sacaron la primicia al día siguiente. El Meridiano, periódico de la zona, no escribió una sola línea; ni al día siguiente ni después. El suceso, por supuesto, ni fue viral en redes ni los periódicos digitales lo registraron.
Ante ese silencio, uno se pregunta cuál es el valor que da un pueblo a seres que como Manuel preservaron una tradición de elegancia y moda como la elaboración de abarcas tres puntá’.
Manuel fue enterrado en el cementerio de Cereté, allí mismo donde están otros grandes como el poeta Raúl Gómez Jattin y el narrador Leopoldo Berdella. Él aprendió a trazar fondos de taburetes, sillas de montar, vainas de machetes, guardacorrea de estribos, carrieles, bolsas de cuero y cuerdas de enlazar, pero se dio cuenta que la abarca era su verdadera vocación: “Me pasó como a los médicos de hoy —contó aquella tarde—, que solo atienden una sola enfermedad, o como los profesores, que solo dan una materia, yo me quedé con la abarca, es decir mi especialidad, como los médicos. Mi materia es la abarca, como los profesores. Es decir, soy talabartero de vocación, pero especializado en abarca, que es lo que más conozco”.
En su casa de Cereté, Manuel también sobaba. Tenía pegadas en las paredes ilustraciones que mostraban la anatomía humana, la ubicación de los huesos y la postura de los tendones. Sobaba para aliviar los dolores de túnel carpiano, los tobillos doblados o los dedos dislocados. Su conocimiento era ancestral, efectivo, profesional, como lo decía, al igual que su trabajo con las abarcas.
Manuel Pérez es la historia de la abarca para la región. Hablaba con seguridad sobre su evolución; los cambios que él mismo tuvo que hacerles para adaptarse a las condiciones de la urbe.
Manuel elaboró abarcas durante setenta y dos años. Las primeras que hizo eran de suela de cuero duro, con tiras sencillas y puntillas. Así se hicieron hasta los años sesenta, momento en que comenzaron a pavimentar las calles en Montería, Magangué, Ovejas, Corozal, El Carmen, San Jacinto o Sincelejo, lugares donde él llevaba su producto. El pavimento y el balastro destruían el cuero y se comenzó a usar caucho de llantas de carro, pero apareció un nuevo problema. La suela de llanta se pegada al barro. Manuel realizó una innovación que él mismo me contó aquella tarde de mayo: “...como a la suela le quedaban los relieves de las llantas, se pegaba en el barro. Ahí tuve que crear la abarca que se llama vaquera doble, ese es el nombre de manera profesional, porque la legítima es la tres puntá’, que solo lleva una vuelva en la parte trasera, pero a la vaquera se le hace un empate doble para que se agarre bien al pie”.
Su muerte es sin duda una pérdida para la cultura local y para la tradición de una zona en la que la abarca lleva consigo la fuerza del campesino, la fortaleza de un pie trabajador que logra amansar el cuero tras extenuantes faenas de laboreo.
Nada de eso le pareció importante ni a los entes culturales de la urbe ni a los medios de comunicación, quizá, como siempre, distraídos con el nuevo peinado de alguno de los hijos de la realeza británica. ¡Qué trascendencia!