Nos gustan los asesinos, por eso le decimos a Escobar Pablo, como si fuera Neruda. Cuando fueron a capturar a Juan Francisco Gómez Cerchar, el 12 de octubre del 2013, en plenas fiestas de La virgen del Pilar, la patrona del pueblo de Barrancas, el pueblo entero se decidió a defenderlo de la policía y de agentes del CTI que buscaban esposarlo. Salieron varios funcionarios heridos. Las matronas, dueñas de los negocios, elevaban su plegaria al cielo pidiéndole acordarse de Kiko, el más abnegado de los hijos de Dios. En ese momento ya se tenían pruebas que el adorado gobernador de la Guajira había ordenado la muerte de tres personas, el líder Luis Rodríguez Silva, la periodista Rosa Mercedes Cabrera, y el concejal de Barrancas Luis López Zuleta. Su hija, Diana López Zuleta, escribió un libro tan importante sobre él que nadie olvidará la tarde de 1997 en donde dos sicarios entraron a su hotel y lo asesinaron con un disparo en el cuello, delante de sus hijos.
El libro que destapó los crímenes de Kiko Gómez
Es por Lo que no borró el desierto que sabemos todos los detalles y conocemos el nivel de cinismo satánico del político-sicópata. En 1997 Kiko Gómez, respaldado por el partido Liberal, era el alcalde de Barrancas. Era amigo de Luis López, próspero comerciante, dueño del hotel más prestigioso del pueblo. En sus salones casi todas las quinceañeras pudientes del pueblo vieron como les ponían sus zapatillas. Luis estaba pensando en ser alcalde del pueblo, aunque, eso sí, todos sabían que Kiko Gómez lo iba a matar. Y cumplió la amenaza. Lo mató en su hotel, delante de sus hijos. El alcalde de Barrancas fue al velorio y abrazó a la viuda y a Diana y sus hermanos. Tenía tanto poder que había que tragarse la rabia. Diana creció en Barranquilla, se hizo periodista en Bogotá y en el 2016, con apenas 29 años, empezó a escribir un libro que está resultando tan importante como El olvido que seremos. Directo como un puño al hígado, sin adjetivos para mostrar el dolor sino llena de datos para enseñarnos el horror, Diana retrata no solo a su papá, otro mártir más en este reguero de cadáveres, sino a un pueblo al que le da alegría ser gobernado por un hombre que resuelve sus problemas a bala.
En la época de la Seguridad Democrática, cuando Uribe tenía más del 70 % de popularidad, Colombia se parecía más de lo que se parece ahora a Barrancas, ese pueblo de La Guajira. Ante cualquier rumor de que el presidente eterno tendría nexos con los paramilitares su popularidad crecía cada vez más, indetenible, como un tumor maligno. Los colombianos amaban esa historia de venganza en la que Uribe era tan macho que se convertía en Charles Bronson en uno de los capítulos de Vengador anónimo. En La Guajira sabían que Kiko Gómez podría estar metido en muchos asesinatos pero nadie se imaginó, como se comprobó durante su sentencia –fue condenado a 50 años de cárcel-, que había participado en 133 asesinatos. No era un asesino, era un vampiro.
Aún en sus calles polvorientas creen en Barrancas que Kiko Gómez era un verraco, que le daba la cara a los problemas con la determinación de un guajiro de armas tomar. A Luis, su víctima más llorada, lo recuerda un nicho cada vez más reducido en un país miserable como este, el que aún tiene interés por leer libros de papel. Por eso este gobierno debería estar en la obligación de encontrar la manera para que los niños en los colegios de la Costa Norte del país puedan leer Lo que no borró el desierto. Hay que estampillar el horror de Kiko Gómez en nuestra piel y no olvidar que llegó a esas elecciones del 2011 respaldado por Germán Vargas Lleras, líder de su partido, Cambio Radical. A los monstruos que han pastado esta tierra no hay que olvidarlos. Hay que llevarlos siempre con nosotros. Recitar sus horrores. Tener la certeza de que jamás volverán a mandarnos.