Karen Abudinen y el harakiri simbólico

Karen Abudinen y el harakiri simbólico

Defendiendo la empresa hoy cuestionada, Abudinen dijo que si no cumplía la llevarían al cementerio. Hoy protagonizó una simple renuncia tardía, y tal vez no pase más

Por: José Ignacio Correa M.
septiembre 09, 2021
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Karen Abudinen y el harakiri simbólico
Foto: Instagram/@karenabudi

En cualquier país medianamente decoroso, con estrictos controles de ética política y de moral social, alguien como Karen Abudinen habría presentado su renuncia incluso antes del debate de moción de censura.

Claro, todo ello si hubiera tenido el valor civil de cumplir la amenaza de harakiri simbólico que anunció en Caracol Televisión, cuando hace escasos cuatro meses, defendiendo la adjudicación a la empresa cuestionada, dijo enfáticamente: “Si no cumplo, le voy a decir a dónde me llevan, se lo digo aquí, sin ningún problema, porque esto hay que cumplirlo: al cementerio. Así se lo pongo, porque aquí tenemos que cumplirles los sueños a nuestros niños y nuestros jóvenes”.

Pero una renuncia tardía, precedida por bravuconadas propias de capo de la política regional, como las que exhibió en la Cámara de representantes hace unos días, por su posterior reculada ante las amenazas que allí profirió y –ante todo– por el deslizar cauteloso de los partidos tradicionales y aun de los recién llegados a la arena política, da cuenta del temor gubernamental a ser quienes aportasen el primer abatido en una moción de censura.

Una lectura de sus bufonadas durante el debate en la Cámara podría mostrarnos algunos rasgos propios de una generación de funcionarios, provenientes de un sector social en ascenso, que ha concebido el erario como el fortín del que medrar con amigos y socios; sector este al que no le causan ningún escozor los reclamos de la población y al que le resbalan las denuncias y no le importan los errores ni las componendas porque se saben protegidos por el entramado clientelista de sus jefes y por el halo ideológico del patrón, de que tan bien diera cuenta Weber en su estudio sobre la burocracia.

Karen Abudinen representa de la manera más fehaciente una tropilla de técnicos y políticos que, obnubilados por los reflejos del poder y el dinero, han asumido sus funciones en el sector público con espíritu de participante en un reality ramplón o con mentalidad de influencer, esto es, convencidos de que el cumplimiento de las obligaciones con la ciudadanía no va más allá de simular un espectáculo que cautive a las graderías: tocar la guitarra, cabecear un balón, diseñar y ‘conducir’ programas de televisión, modelar los trajes con que se busca renovar instituciones desprestigiadas y, a veces, gobernar. Desconociendo que “no es lo que puede verse lo que da forma a la acción y el respaldo políticos, sino lo que debe suponerse, darse por sentado o construirse”, como advierte Edelman en La construcción del espectáculo político.

Por otra parte, el comportamiento desprolijo de los partidos políticos (tanto de liberales y conservadores, como de los que recientemente han ido acomodándose –con mayor o menor fortuna– a los tejemanejes de función pública) ha ‘mostrado el cobre’ o, dicho en palabras políticamente correctas, ha dado cuenta de sus estrategias para cuidar su caudal electoral, ahora que ya se están acomodando las fichas para las elecciones de 2022, esas que tanto temor le causan al actual partido de gobierno.

Como se recordará, el desprestigio de los partidos políticos llegó al culmen durante el periodo del expresidente-jefe del partido de gobierno, a un punto tal que proliferaron las formaciones de ocasión, muchas de ellas ya desaparecidas por razones tan diversas como cuestiones judiciales, intereses económicos o afinidades subjetivas, por solo citar algunas. Las agrupaciones que sobreviven, aparte de las casta liberal-conservadora, se aferran a su prestancia económica, regional y hasta familiar para hacerse necesarios en los momentos en que lo requiere la articulación de fuerzas para la toma de decisiones: la reforma tributaria, por ejemplo.

No obstante, esos partidos y movimientos, al día de hoy, fueron haciéndose a un lado del camino, con múltiples estrategias: los “jefes naturales” que cuestionaron el accionar de la ministra; los congresistas que se rebelaron a las directrices de su colectividad; los representantes que anunciaron por las redes su decisión de votar en bloque a favor de la moción de censura; y, naturalmente, los que, acomodados en el respectivo pezón presupuestal, guardaron silencio vergonzoso. Todos ellos infundieron tal temor en el gobierno central que –como en el caso del exministro Botero– se vio como única salida la petición de renuncia a quien solo días antes se le había extendido un férreo apoyo que llevó a Abudinen a declarar: “Los ministros estamos para liderar la política pública, ejecutar programas y también para enfrentar las situaciones difíciles y solucionarlas. Estaré aquí hasta que el presidente Duque lo requiera”. Y, hoy mismo, ya no la requirió más.

En síntesis, se va la ministra Abudinen, pero se queda el problema de los 70.000 millones de pesos, que ya no están en el país por la asignación de una licitación a una empresa que no exhibió las condiciones para responder a cabalidad por sus obligaciones, por demás, ligada a sectores cuestionados o condenados o cercanos políticamente a ciertos personajes del orden nacional.  Se va la ministra Abudinen y no les cumplió los sueños a los niños y jóvenes de los 8.786 colegios, quienes continuarán viendo frustradas sus esperanzas de ser algún día tenidos en cuenta por el gobierno central y no ser solo una ficha más del perverso juego de reparticiones del tesoro público público entre clientes, favorecedores y amigos.

Por todo, la renuncia que pudo ser un harakiri, simbólicamente honorable y restaurador de la dignidad personal, se convirtió por su tardanza y su incapacidad en una deshonra política que –dadas las condiciones del entramado nacional–, posiblemente, le signifiquen el premio de una embajada o cualquier otro cargo de significación, como tantos de los que hemos sido testigos en los últimos tiempos.

Se va la ministra Abudinen, pero se queda su fracaso, garrafal y deshonroso, fracaso que es compartido por el gobierno en pleno, así se haga el desentendido, como lo ha venido haciendo con la gobernabilidad durante todo este periodo.

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