En medio de la ola de inconformidad, un nuevo idilio se ha puesto al descubierto, el que ha surgido por entre los pliegues de la movilización, entre los jóvenes y las universidades públicas. Preguntados ellos por sus inclinaciones frente a las instituciones nacionales, casi el 60% depositó sus simpatías en aquellas, muy por encima de las que prodigan a los poderes de un orden más convencional, como el político, el económico o el religioso. Entre otras cosas, muy lejos de la confianza que depositan en el gobierno, apenas el 9%, para no hablar del Congreso en el que escasamente cree el 7%.
Las universidades públicas cobijan en sus aulas, en sus laboratorios y campus, poco más de 1'200.000 estudiantes. Lo cual representa ya un porcentaje no despreciable respecto del conjunto de 4 millones y medio de personas pertenecientes a las franjas etarias, referenciadas en la última encuesta de Cifras y Conceptos, aquellas que van de los 18 a los 32 años.
Por cierto, la inmensa mayoría, el 97%, hace parte de los estratos 1, 2 y 3. Son universos inscritos en procesos de formación muy favorables a una conciencia expansiva, componente decisivo de la subjetividad individual en un momento decisivo de la vida. Además, las universidades pasan a ser plataformas de un valor inapreciable para la incidencia posterior en la movilidad social, a través del estatuto de profesional competente que adquiere cada egresado, en un país de unas desigualdades, tan grandes y tan inamovibles, que las capas más vulnerables de la sociedad prácticamente no tienen a lo largo de su vida, la posibilidad de probar un ascenso social.
Por otra parte, la calidad ha crecido a ojos vista, un hecho medible con evaluaciones propiciadas por el Estado, ejercicio este que, sin embargo, está en manos de instancias, cuya composición surge del mismo sector educativo para garantizar la independencia de criterios en la revisión de los indicadores propios de la gestión y el desarrollo educativo.
Los procesos de autoevaluación y las visitas de los pares externos son complejos y rigurosos; lo cual impone estándares elevados de certificación en el examen de todas las líneas misionales en cada institución universitaria.
Hoy son mucho más de 20 las universidades públicas acreditadas con alta calidad. Cientos y cientos de programas académicos, a lo largo y ancho del país, gozan de la misma certificación. Es una razón por la que no es difícil de aceptar la idea de que los estudiantes se ven beneficiados con unos niveles de enseñanza minuciosamente revisados.
La calidad en los procesos cognitivos y pedagógicos corre paralela con la existencia de un ambiente de convivencia y de libertad que permite una estructuración ciudadana relativamente sólida, en el sentido de la sensibilidad especial para entender, en las prácticas cotidianas, en las técnicas de existencia común, la importancia unificadora de los derechos humanos; aunque también, el enriquecimiento cultural que va de la mano con la diversidad de identidades en construcción.
La calidad académica, junto con esta atmósfera de libertad ciudadana y de pluralismo cultural, son los factores que, aunados, hacen de las universidades públicas unos espacios sociales, con fuerza de atracción, para el ensayo diario de una praxis, en la que los sujetos integran un conocimiento sistematizado y una ética de las experiencias, pasadas por el tamiz de las escogencias autónomas.
Tal vez, en tales condiciones sociales radiquen los sentimientos favorables a las universidades públicas, sobre todo como lugares existenciales. Es algo que pone un punto muy alto para los compromisos de quienes conforman estas comunidades del saber, de la deliberación y de la comunicación democrática. Compromisos con la juventud, por supuesto.