Eso de si tocan a una, tocan a todas no es un mero discurso. No es una consigna simple. No son solo palabras que pasan entre los dientes. Son palabras que se gritan necesariamente, que no pueden ser dichas como susurro; se sienten palpitando en el vientre, se mezclan con miedo, desesperanza e incertidumbre. Si tocan a una, tocan a todas. Es un condicional sí, y una afirmación, aunque devastadora, es un “si” de no estar solas, es un “si” como única manera de defendernos; no es amenazante, si me hace esto, le hago esto, es más algo de causa y efecto, como un efecto dominó, quizás. Cada vez que matan a alguna, nos desmoronamos, pero nos unimos. Si pasa esto, entonces esto. Así de simple.
Debo confesar que nunca había sentido esa consigna tan cercana y no por mi falta de interés por los no sé cuántos feminicidios que se siguen sumando como polvo en las ratoneras de este país, sino porque, aunque lo creía y lo pregonaba, nunca sentí salir tan fuertes estas siete palabras por mi garganta hasta hacerla tambalear. No lo sentí tan real hasta que, a quien asesinaron, compartió un pupitre conmigo, cantamos el mismo himno, nos graduamos en el mismo auditorio, recibió las mismas clases, usamos las mismas canchas de basquet, compartimos el mismo recreo… somos ahora menos, pensé, y quién sabe ahora cuántas seguiremos, también pensé.
No puedo decir que fui amiga de Evelyn, ni pretendo aquí hablar de su persona, pero la recuerdo con afecto y alegría, porque compartimos unos mismos pasillos y aulas en un momento de formación importante en nuestras vidas. Evelyn ya no está, como pude yo no estar, o como pudieron no estar Luisa, Alejandra, Paola, Alex, Emma, Iris, Michelle…
Si tocan a una, nos tocan a todas y qué manera de movernos cuando nos matan. Qué manera de tocarnos. Nos tocaron muy cerca, como la Lejana de Cortázar, como si los golpes del feminicida hubieran tocado también nuestras mejillas, como si sus manos estuvieran también en nuestro cuello… “A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan”. Nos mataron también. Nos recordaron de manera vil que nos matan todos los días y que, como una ruleta rusa, mañana puede ser cualquiera. Luego todas estarán gritando por justicia, como si fuera algo que sabemos que siempre debe reclamarse. Nos mataron también, porque no es nada fácil saber que Alix, nuestra maestra de español, siente que le asesinaron una hija y le pueden matar quinientas más; que ella también siente miedo, que nos dice que nos quiere, como si quizás no hubiera un mañana juntas. Quizás en unas semanas quien escriba este texto sea Laura, y hable de mí y diga que un feminicida me apagó porque no quise quererlo, o porque se le fue la mano drogándome o violándome o porque simplemente se siente con el poder y respaldo para hacerlo.
Nos mataron el 21 de febrero en Suba, en nuestra propia casa, y fueron las manos de quien llamamos “pareja”. Nos mataron, pero somos también cigarras que renacen de la tierra. Lo seguirán haciendo, sí, y seremos todas de nuevo, una y otra vez hasta que dejen de hacerlo. Somos un mismo cuerpo cantando libertad. Nos seguirán tocando a todas, todos los días. Y nos tendrán que matar a todas, ¡señores!, para que este grito se apague, para que este ejército de cigarras deje de renacer, para que dejemos de gritar en las calles por nuestras amigas muertas. No nos cansaremos de brillar entre la noche cuando nos maten. Eso también es una afirmación y un condicional. Y entonces, seguiremos cantando…