Si algún motivo existiera para cuestionar la capacidad de la justicia para decidir razonada y racionalmente sobre asuntos de la mayor trascendencia para una sociedad, bastaría una sola, la decisión del Consejo de Estado prohibir los experimentos con los monos nocturnos Aotus Vociferans por el equipo científico de Manuel Elkin Patarroyo hasta que él no se someta a la ley.
De una manera lapidaria el Consejo de Estado dijo con base en una acción popular interpuesta, como no, por otro abogado, que Patarroyo no podría seguir usando a esa especie para sus experimentos para la búsqueda de una vacuna contra la malaria, una enfermedad que cobra aproximadamente 700 mil víctimas cada año según la Organización Mundial de la Salud, especialmente entre niños de países extremadamente pobres, mujeres gestantes y pacientes de VIH-Sida en el que la malaria es un detonante de la debilidad inmunológica.
Así la justicia ordenó no seguir con los experimentos con monos para avanzar en las investigaciones para desarrollar la vacuna contra padecimientos de salud que castigan a los pobres del mundo en cientos de miles. Las razones no son muy claras porque están dichas en sentido autoritario, de manera que lo único que queda claro es que el doctor Patarroyo y su equipo están fuera de la ley. Lo dicen los abogados.
No me simpatiza el doctor Patarroyo; su vanidad le hizo anticipar avances que aún estaban en fase de experimentación y fue postulado por sus áulicos a reconocimientos internacionales inmerecidos de acuerdo con el estado del arte de sus investigaciones.
Pero cosa muy diferente es que un fallo judicial disponga que es ilegal un procedimiento de investigación estandarizado mundialmente, que es experimentar en animales como paso previo a ensayar con humanos. Nada reemplaza la experimentación con mamíferos como preludio a la experimentación con humanos, salvo los experimentos con humanos mismos. No hay métodos de simulación sintética en laboratorio suficientemente fiables, hay que acudir a los seres vivos más parecidos a los humanos, a los mamíferos. Eso es lo que dicen los científicos.
La claridad pretendida por el Consejo de Estado en un pronunciamiento posterior no ayuda mucho, pues es ambiguo y confuso, como suele ser todo lo de los abogados, especialmente cuando se ven enfrentados a la polémica porque no pueden sustentar racionalmente, con argumentos comprensibles susceptibles de ser debatidos; hacen lo que los norteamericanos llaman “Jibber Jabber”, parlotería enredada para enmascarar su ignorancia, pero eso sí, dicha con mucha autoridad.
Desde esa posición autoritaria el magistrado Enrique Gil Botero dijo que Pataroyo estaba “desinformando” a la comunidad científica con ocasión de la carta enviada por 150 científicos en la que protestaban por la medida.
Bastante osado el comentario del doctor Gil Botero. Descalificar como manipuladores a los científicos que le llaman la atención sobre los efectos de la medida, es muy atrevido y no hace más que acreditar la crítica. Cuando un abogado dice que el gremio especializado que señala un error está engañando a la opinión pública, reafirma la validez del cuestionamiento. Cualquier ciudadano se preguntará legítimamente si tiene más peso en materias científicas experimentales la opinión de un abogado o la de casi toda la comunidad científica.
Este episodio prueba la capacidad de interferencia judicial irracional en decisiones especializadas. El Consejo de Estado es totalmente ambiguo e impreciso sobre los fundamentos y fines de su instrucción. Dice que Patarroyo deberá “ajustarse a la ley” y puede usar animales con fines de experimentación “siempre y cuando no se vulneren sus derechos”. Esta es una forma autoritaria de hablar, invocando la autoridad normativa por sí misma y poniendo a la contraparte al margen de la ley. Los científicos la tendrán difícil para seguir investigando sin vulnerar los “derechos de los animales” porque prevalecen sobre los derechos de los pobres del mundo. Los abogados les han trazado una delgada y peligrosa línea de ilegalidad a los científicos.
La justicia colombiana se deleita en afirmaciones sin sentido sobre temas especializados y haciendo demagogia con argumentos supinos, construidos desde la pereza de reflexionar más a fondo sobre los problemas que pretenden resolver y las consecuencias de sus decisiones. No solo en el caso Patarroyo en el que unos abogados deciden cómo debe investigarse, sino en otros en el que los abogados deciden cómo es que los ingenieros deben construir puentes.
Si el Consejo de Estado tuviera algo más qué decir como razón justificativa para impedirle a Patarroyo usar los monos Aoutus Vociferans en sus experimentos, debería señalar causas científicas para ello. Pero nada, simplemente lo que en lógica se llama la petición de principio que es dar por probado lo que tiene que probar.
La mejor prueba es la entrevista en El Espectador en la que el doctor Gil Botero discurre sin continencia alguna sobre la forma en que los animales “así como ocurrió con los negros y las mujeres” fueron excluidos del “contrato social”, pero gracias a los abogados fueron incluidos. Son frases y más frases de cajón dichas sin prudencia ni medida, ni seriedad o perspectivas históricas, mucho menos científicas.
Que esto pase en Colombia es más triste aún, porque es un país con muy poca ciencia y muy pocos científicos. Que los pocos que hacen esa poca ciencia nacional vean sus trabajos de años interferidos por la dictadura de los jueces, le causa un daño enorme al país. La ciencia no puede detenerse, las investigaciones deben ser constantes y ello involucra experimentación permanente.
Es increíble que los científicos colombianos que no han tenido que enfrentar retos importantes a su trabajo desde otras posiciones autoritarias anticientíficas, como por ejemplo la iglesia, tengan que soportar este desafío del “Estado de derecho”. Problemas que les saltan desde las bambalinas en las que se ocultan abogados que demandan para que abogados decidan.
Y, como suele pasar con estas decisiones demagógicas basadas en un propósito en apariencia noble como la protección ambiental, los jueces se ganan unas cuantas palmas del fanatismo ambiental pero desvía la atención del verdadero problema que es que esa especie y muchas otras no están siendo vulneradas ni amenazadas por la caza científica, hecha además en virtud de procesos de cooperación institucional entre entidades científicas. El riesgo del Aotus Vociferans, lo ha dicho la entidad de protección ambiental del Perú, es la caza excesiva con otros propósitos, para el tráfico internacional de especies silvestres con fines lucrativos y, obviamente la destrucción de su hábitat.
Esos problemas que son los reales, ni los analizan, ni los enfrentan. Prefieren írsele a Patarroyo acusándolo de no respetar las leyes, ordenando la suspensión de los permisos de su centro de investigación y parando los experimentos para buscar una vacuna contra una enfermedad tropical mortífera mundialmente. No es una sentencia a favor del medio ambiente porque es marginal su efecto en ese punto, ya que no enfrenta la causa real de la amenaza al hábitat del mono que es la destrucción del bosque amazónico en el que poco tienen que ver los científicos y sí mucho que ver las empresas extractoras de minería, de especies vegetales y madera. Pero a ellos, los verdaderos representantes del poder económico construido con la depredación ambiental con fines de lucro ni los tocan.
Es más fácil con los científicos, que son la parte delgada de la cuerda de un problema profundo, porque a los jueces como diría Carlos Fuentes, se les da muy bien siendo fuertes con los débiles.
La ciencia siempre ha estado a la vanguardia del derecho. Y en la protección ambiental eso sí que es cierto. Es la información científica la que ha llevado a cambios normativos para la defensa del medio ambiente y no las leyes las que han impulsado la ciencia, que por el contrario siempre se ha tenido que enfrentar a restricciones normativas de cada tiempo dado. De ser por los abogados de antes, los jueces del Santo Oficio, el mundo seguiría siendo plano y el universo geocéntrico.
Que se preocupen los científicos, porque seguro hay otro abogado que en estos momentos está pensando si la carta de 150 científicos cuestionados por Gil Botero por apoyar a Patarroyo, quien no está dentro de los “marcos de la ley”, es la “prueba reina” de un concierto para delinquir.