Entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, en medio de una guerra civil y ante la indiferencia de las potencias del “primer mundo”, se perpetró el genocidio de Ruanda. En los Cien días que no conmovieron al mundo se registraron aproximadamente un millón de muertos y un estimado de 250.000 a 500.000 mujeres violadas. Los principales afectados fueron personas de la minoría tutsi, hutus moderados y twa. El genocidio fue sintomático de una sociedad artificialmente dividida desde la colonización y respondió a una profunda crisis social y política. En la práctica, fue una macabra limpieza étnica orquestada desde lo más alto del aparato estatal (gobierno hutu) e incubada en los medios de comunicación, especialmente la radio.
El genocidio remitió a mediados de 1994 cuando el Frente Patriótico Ruandés (encabezado por el líder tutsi Paul Kagame) empezó una ofensiva a gran escala que derrotó las fuerzas hutus. Tras uno de los episodios más sombríos de la historia de la humanidad emergió una pregunta: ¿Cómo administrar justicia?
Responsabilidades compartidas
A 27 años del genocidio todavía se siguen señalando responsables. No toda la responsabilidad recae exclusivamente en el gobierno hutu o las milicias armadas de la Interahamwe (dirigida por Robert Kaguja) o la Impuzamugambi; también se ha señado a la comunidad internacional (más preocupada en ese momento por encontrarle una solución a la guerra de los Balcanes), a la ONU y a los colonizadores belgas, pues en ellos recae la responsabilidad histórica de haber dividido étnicamente a la población, atizando el resentimiento social que a la postre derivó en cientos de matanzas. Sin embargo, endilgar responsabilidades se torna más complejo cuando el análisis se lleva a lo especifico y se revela que cientos de comunidades se vieron arrasadas por el odio.
Cuando se confirma que los “vecinos o amigos de toda la vida” fueron los responsables de las matanzas, las agresiones y las violaciones. Vecinos que volvieron a sus comunidades una vez el país fue estabilizado por el Frente Patriótico. ¿Qué hacer ante esa situación?
Justicia sobre la hierba
Ante la necesidad de administrar justicia y reparar un tejido social lacerado por el odio, el gobierno ruandés decidió institucionalizar los tribunales de gacaca (traduce justicia sobre la hierba) como un modelo comunitario y participativo de justicia. De los máximos responsables se encargaría el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (que en 21 años de funcionamiento solo condenó a 85 personas) y la justicia interna; sin embargo, dada la magnitud del genocidio y la sindicación de millones de perpetradores, lo que hacía imposible un procesamiento de todos los responsables, los tribunales de gacaca emergieron como una alternativa entre 2001 y 2011 para sancionar a los responsables a su arribó a sus comunidades. Con la instalación de estos tribunales se retomó un modelo de justicia local que data del XVII y se reestructuró con elementos de justicia ordinaria con la finalidad de establecer verdad sobre lo sucedido; acelerar los procesos del genocidio; erradicar la cultura de la impunidad y reconciliar a los ruandeses.
La metodología de los tribunales de gacaca fue bastante sencilla: la comunidad se reunía en un espacio abierto, presidido por un inyangamugayo —juez o persona íntegra— y escuchaba tanto a los testigos como al sindicado (quien tenía la oportunidad de confesar sus crímenes, mostrar remordimiento y pedir perdón frente a su comunidad), al ser un modelo de justicia participativo, la comunidad podía participar para negar o fundamentar la responsabilidad del sindicado. Posteriormente, el inyangamugayo asignaba una sanción sobre la base del nivel de participación. Algunas sanciones incluían medidas restaurativas como construcción y reparación de carreteras, escuelas y asentamientos para los sobrevivientes del genocidio.
Entre 2002 y 2011 se establecieron más de 12 mil tribunales comunitarios y se habían procesado cerca de 1.2 millones de casos relacionados con el genocidio. Un avance impresionante que permitió descongestionar las cárceles; impartir justicia con un enfoque restaurativo (en la medida que la responsabilidad del sindicado lo permitiera) y propiciar espacios de reconciliación y construcción de verdad sobre lo sucedido.
Durante su vigencia los tribunales gozaron de amplia favorabilidad popular y apoyo del gobierno; sin embargo, también fueron cuestionados y al día de hoy el balance de su gestión es agridulce.
¿Justicia del vencedor?
El apoyo del gobierno a los tribunales de gacaca se condicionó a la exclusión de los militares del Frente Patriótico que participaron en la guerra civil y la derrota de las fuerzas hutus. Una exclusión deliberada y favorables a sindicados de cometer crímenes de guerra y lesa humanidad. También fue una crítica recurrente al extinto Tribunal Penal Internacional para Ruanda, pues se asume como “justicia del vencedor” dado que el Frente Patriótico, a la cabeza del todavía presidente Pual Kagame, no ha asumido responsabilidades, colectivas e individuales, sobre sus acciones en medio de la guerra civil (por ejemplo, el éxodo de dos millones de personas tras asumir el control del país). Así, se ha construido una especie de verdad e historia oficial en torno a lo que pasó.
Asimismo, algunas ONG internacionales han cuestionado la transparencia, efectividad y el carácter reparador de los tribunales, valorando tras varias observaciones en campo, diversas prácticas de corrupción y ausencia garantías procesales.
Lo que si queda claro es que cumplieron su objetivo de impartir justicia y contribuir a la reconciliación de una sociedad dividida.
La importancia de las víctimas
Dado que todos los procesos de justicia transicional son diferentes, ajustados a las peculiaridades y dinámicas culturales de las sociedades en transición, no se pueden patentar como una “fórmula universal”, tal vez, como antecedentes metodológicos o lecciones aprendidas. Los tribunales de gacaca fueron la alternativa para impartir justicia en una sociedad atravesada por uno de los mayores crímenes de la historia. Resulta importante valorar el rol y la dimensión que adquirieron las víctimas, especialmente desde el modelo autónomo de sanciones restaurativas, muy similar al que será empleado en el país a partir de las sanciones propias de la JEP y que implicará la concurrencia de la víctima, el victimario y el Estado en una serie de Trabajos, Obras y Acciones Reparadoras (mecanismos TOAR). Sin duda, será una oportunidad de impartir justicia restaurativa comunitaria y así garantizar la no repetición.
El centro es el resarcimiento de los derechos de las víctimas y la reparación del tejido social lacerado por la guerra. Ya sea en Ruanda o en Colombia, las atrocidades de la guerra no pueden volver a ocurrir y en ese sentido las víctimas merecen toda la atención posible. Esa la esencia de la justicia transicional.