Los súbditos de las religiones judeocristianas sienten, posiblemente, una compasión, rayana en la clemencia, por el Diablo —así, con mayúscula—, en virtud de que es meritorio y aconsejable conservar respeto, aunque no haya sometimiento ni admiración por los grandes contradictores que han existido en el mundo y existen en las sociedades, como la colombiana.
Recordamos que el término “draconiano” se refiere a las leyes inflexibles que se aplicaban en Atenas, ciudad que los humanistas contemporáneos consideran insólitamente el prototipo de la democracia, donde imperaba la pena de muerte aún para ejecutores que cometieran delitos menores.
Compasión, decimos nosotros, como la que sentimos por el Diablo, porque se le condenó al fuego eterno del infierno en la más severa sentencia que se haya impuesto en la historia del universo. Sobre el fallo no se conocen pronunciamientos, por lo menos simbólicos, de los juristas internacionales o domésticos, expertos en el estudio del debido proceso en materia criminal.
En el juicio del que fue objeto el Diablo se omitieron todas las reglas de los procesos justos. El Diablo ni siquiera figuró como imputado, fue sencillamente acusado y condenado, como en la época en que el Mayor Ñungo, miembro del Ejército Nacional, afirmó que “era mejor condenar a un inocente que dejar en libertad a un culpable”. Su afirmación hizo, en su tiempo, carrera jurisprudencial.
Con este postulado insólito se privó de la libertad a líderes y lideresas y a veredas enteras en Colombia por el solo hecho de disentir del príncipe, sindicándolos de encubrir a grupos terroristas, algunos de ellos dejados en libertad años después.
Sigo creyendo en que al terrorista universal se le violaron todos los derechos procesales.
Si el Diablo hubiese tenido la oportunidad de saber que la rebelión era una infracción gravísima, típica, antijurídica y culpable y, además, objeto de conocer la dosimetría de una pena irredimible, quizá no se habría sublevado y habría optado por una mesa de negociación pacífica.
Es evidente que cuando se le imputó el delito de sedición no existía norma preexistente y el proceso, de esa manera, fue la consecuencia de un aparato totalitario, como el de los Estados absolutistas que permitieron realizar atropellos contra ciudadanos disidentes. En el estalinismo ocurría lo mismo.
La opción de una pena de reclusión alternativa no fue contemplada, por no existir en ese entonces una rebaja punitiva para ningún personaje o grupo que actuara al margen de la normatividad cósmica. Además, el rey del universo habría tenido que suspender el infierno para que todo condenado purgara en otras coordenadas astronómicas, que no tuvieran la severidad perpetua, indulto que hoy estarían reclamando los paramilitares, políticos y empresarios que participaron en la carnicería que arruinó al país.
El Diablo, seamos sinceros, no tuvo un letrado que lo defendiera, ni derecho a la información, tampoco a ser juzgado en plazo razonable, con dos instancias, tiempo para preparar su defensa, presentar pruebas testimoniales e impugnar la sentencia. No se le ofreció una justicia transicional para buscar la paz y la convivencia pacífica, que contemplara un acuerdo de desmovilización a mediano y largo plazo. En otras palabras, sus derechos procesales fueron burlados diabólicamente.
Su arresto y detención no se hicieron con arreglo a normas fijadas previamente, y no se sabe cómo se hizo su captura y si fue al estilo de las ordenadas por George Bush, “adalid de la democracia norteamericana”, cuando ordenó recluir a todos “los combatientes musulmanes enemigos” en el Infierno de Guantánamo, donde aún permanecen.
Se desconoce, también, si su captura desencadenó detenciones masivas para garantizar la tranquilidad del creador y rey del universo.
Espero que mis lectoras y lectores, al terminar de leer mi columna, no me hayan calificado como “abogado del diablo” y el Diablo no haya considerado mi columna como una sesgada legitimación de sus actividades terroristas.
Salam aleikum.