Hay momentos en la vida de los seres humanos que nos enseñan caminos nuevos, miradas nuevas, formas nuevas de afrontar la vida. Este es uno de esos. Esos cambios o bien son por decisión propia o por circunstancias que obligan en plural a replantear el sendero que se transita.
Hoy, en esta difícil tormenta por la que navegamos los seres humanos, y con la que hemos confirmado nuestra fragilidad, nuestra interdependencia, nos hemos obligado a reflexionar sobre ese animal indefenso que somos. Ese ser asustado que debe dejar de lado, para poder sobrevivir, actitudes arrogantes, despectivas y prepotentes con las que disfraza su indefensión cotidianamente pero de las que hace alarde para parecer diferente al otro, y que hoy, por circunstancias ajenas a su ejercicio de poder lo tienen con el mismo temblor que nos invade a todos.
No cuenta el dinero, ni el poder, ni la belleza, ni la inteligencia, ni ninguna de esas actitudes que tantas veces hemos asumido para minimizar al otro, para enrostrarle la diferencia, para mostrar esa supremacía vacua de la que presumimos en nuestras ansias de parecer diferentes, de parecer mejores.
Hoy claman solidaridad los que nunca o pocas veces la han practicado. Hoy desean un abrazo quienes nunca lo han dado; hoy anhelamos calma cuando hemos predicado el caos; hoy nos aferramos al otro para poder continuar la vida cuando antes lo menospreciábamos.
Luego de este vaivén horroroso en el que nos ha metido esta tormenta y en el que todos tenemos los brazos tendidos hacia la esperanza, casi sin esperanza quizá salgamos a la inédita normalidad con una mirada nueva hacia el otro; quizá aprendamos la lección para entender esa igualdad que deberíamos tener; quizá salgamos a esa nueva playa que será el mundo más humanos, más conscientes de que viajamos juntos en esta nave que se llama la tierra y que solo entre todos tendremos la oportunidad de continuar el viaje.
Algo nos dice que de esta tormenta saldremos menos presuntuosos.
