Cuando mi padre, Luciano Zapata, vio que ya tenía lista mi maleta para emprender el viaje hacia El Carmen de Viboral, a seguir mis estudios, me hizo entrega de un trapo rojo. Intrigado por aquel comportamiento le pregunté por esa vaina, y él me lo dijo sin más vueltas: “O vienes convertido en gente, o serás un jornalero más”. Y aquel trapo ha sido mi compañero de viaje desde ese día para recordarme que por más diplomas que uno consiga, si ellos no lo hacen a uno una persona, de nada valen esos papeles, dice con plena seguridad quien es hoy en día uno de los más escuchados y excelsos narradores de fútbol que tiene la radio antioqueña, y por extensión, la colombiana, la que en los últimos años ha retrocedido cuando se hace un balance de quienes, en vez de hacer una descripción de lo que ocurre en un terreno de juego, se van por la más simple: ser ellos los protagonistas de cada jornada.
Su nombre: Julio César Zapata Toro, un profesional que nació el viernes 4 de febrero de 1955 en el hospital de Zaragoza, pero que se siente de El Bagre como el que más, porque sus padres, Luciano y Rafaela, se vieron en la urgencia de acudir a ese centro asistencial mientras se solucionaba un litigio que los obreros tenían con la empresa de entonces, la Pato Consolidated Gold Dredging Limited. Una vez cumplido aquel requisito formal del nacimiento, lo regresaron a su tierra bagreña hasta que tuvo los años suficientes para hacerse acompañar en sus jornadas de las emisoras La Voz del Centro, de El Espinal, Tolima; Nueva Granada, de Bogotá; Ecos del Torbes, de Táchira, Venezuela; Radio Libertad, de Barranquilla; La Voz del Llano, de Villavicencio y Radio Sutatenza, que eran captadas en un radio Sanyo transcontinental de onda corta. Allí, por supuesto, eran frecuentes las voces de Edgar Perea Arias y del padrino, Alberto Piedrahíta Pacheco, quienes narraban para Colombia y el mundo los clásicos de béisbol y las inolvidables Vueltas a Colombia en Bicicleta.
El recuerdo más fresco que tiene de su infancia lo lleva a una “tirada” de piedra en el famoso “campito”, en compañía de sus vecinos del barrio Cornaliza, pues él se levantó en el sector de las Brisas, un largo y chato campamento construido por la empresa como una sola unidad en donde compartía con las familias Castilla, Cerpa, Capuano y los Navarro; razón por la cual hizo amistad con “Tatalo”, “Chucho” Ríos, “Chavi”, Esteban, “Papi” Dávila, los Alipio y el “Mulo”, una intrincada red de ciudadanos que apenas hoy saben de su existencia. Por esos tiempos aquel poblado se extendía apenas unos metros más allá de esos barrios, porque sus límites los ponía el matadero, en donde hoy se levanta el majestuoso puente La Libertad. Don Luciano, su padre, oriundo de Guadalupe, se vinculó a la empresa minera, mientras su madre, Rafaela, de Zaragoza, no solo se encargaba de las labores de la casa, sino que tenía una pequeña industria familiar cuya base era la mazamorra, a la que le agregaba buñuelos, panes y otros asuntos comestibles que al pequeño Julio César le tocaba vender en los espacios que le dejaba la escuela y sus juegos, pero que de todas maneras debía hacerlo como parte de su equipaje para lograr ser alguien en la vida. El valor del cucharón de mazamorra era de cinco centavos, o chivos, como se decía entonces y cuando la olla tocaba fondo, debía tener en su bolsillo la suma de $200,oo; eso eran muchos cucharones, dice hoy el flamante narrador, quien hasta hace poco alternaba su profesión con la de profesor, pues es egresado de la Universidad de Antioquia en Lingüística, Matemáticas y Comunicación social, sin mencionar que cuando salió de su bachillerato en El Carmen de Viboral, le agregó el dibujo técnico y la cerámica.
Allá en El Bagre hizo toda su primaria en la escuela de Bijao, y el primero de bachillerato de la época, pues tuvo que marcharse al vecino Zaragoza en compañía de otros 17 colegiales en calidad de internos, para seguir los estudios secundarios que fueron concluidos en el oriente de Antioquia, de donde salió para enrolarse en una empresa llamada Locería Colombiana en el municipio de Caldas, al sur de Medellín, de donde fue rescatado por su padre que no le encontró gracia que su hijo fuera un obrero en atención a los buenos consejos del rector Hernando del Castillo y del fotógrafo Alejandro Carrillo, quienes aparte de regalarle libros, querían verlo en otra posición, razón por la cual se matriculó en la Normal Nacional de Varones del barrio Villahermosa, de donde salió con su “cartón” de Pedagogo y empezó el recorrido natural de los maestros, que lo llevó a Concordia, Jericó, Salgar, Bello y luego al barrio La Milagrosa de Medellín, en cuyas instituciones pudo poner en capacidad sus dotes innatas de narrador. En efecto, su primera incursión en la radio la hizo en 1975 en Radio Suroeste de Concordia en el programa Jornadas Estudiantiles que cada domingo daban a conocer las actividades propias del establecimiento.
En Jericó se atrevió a narrar los torneos de baloncesto, pero fue en Rionegro cuando a falta del locutor de planta, fue llamado por la emisora Ecos de Rionegro, hoy RCN, para que narrara un partido intermunicipal de la mano de Guillermo Manrique, el personaje que le adjudicó su segundo nombre “El Cañón”, como se le conoce hoy en los medios. Allí se quedó dos años hasta cuando fue a parar a Bello y en la Radio Metropolitana de Jaime Tobón de La Roche, comenzó a trepar en las grandes ligas. Con Eduardo Sánchez, bajo la tutela de Bernardo Tobón Martínez, el Beny, conformó el “Trabuquito” de emisora Claridad de Todelar, junto a Salvador Dalí, Oswaldo González, Arley Cardona, Juan Bautista Hernández, Roberto Urrea y Alfredo Velásquez, quienes se encargaban de narrar el fútbol de la segunda división como antesala de lo que vendría después. Y lo que vendría después se parece mucho a lo que se imaginaba en las tardes solariegas de El Bagre cuando miraba los partidos de Tigüi frente a Piratas y hacía las veces de narrador en la sombra, sin imaginarse que esa idea tendría que materializarse muchos años después en todos los estadios de este país y de los más encopetados de Suramérica.
De allí a ir a narrar un Mundial de Fútbol no había sino un paso y Julio César lo dio cuando narró los del 94 en Estados Unidos y el del 98, en Francia, a través de la frecuencia Venevisión, al lado de personajes como Roger Araújo, quien narró para Colombia el primer título del Junior de Barranquilla en 1977, Marco Antonio Bustos, Paché Andrade y Jorge Eliécer Campuzano, entre otros.
Sin embargo su llegada a la narración profesional también estaría rodeada por aquello que algunos llaman “cosas” del destino, que no es otra cosa que estar preparado cuan la ocasión nos llama. Y sucedió que el titular del micrófono de Radio Súper, Raúl Palomino, no alcanzaría a llegar y por eso el legendario Mario Duque lo llamó para que con su voz narrara las incidencias de un gran partido en donde los protagonistas eran Nacional y el Deportivo Cali, un domingo cuando se desgajaba un torrencial aguacero sobre la ciudad de Medellín y le tocó cantar el gol anotado por Aparecido Donizete de Oliveira, más conocido como Sapuca, para poner la cuenta uno a cero, a favor del local. Fue su debut y lo recuerda con cariño porque era el 2 de mayo de 1981.
Pese a que alguna vez ocupó los puestos de defensa y de arquero en un equipo en su tierra natal nunca le ganó la idea de ser un futbolista; por el contrario, cada vez que tenía la ocasión se quedaba lelo cuando miraba los afiches de los equipos de fútbol que el Sargento Vides colgaba en las paredes de su joyería peluquería, en donde compartía con su hermano Simón el gusto por ese deporte y allí observaba los recortes de la revista Vea Deportes y decir para sus adentros: “algún día conoceré todos esos estadios”.
“Mire”, le dice a este reportero, “a nosotros en El Bagre nos tocó vivir una niñez y una juventud buena y dura a la vez. Lo primero porque allá nunca supimos que existiera una distinción de clase social, porque todos éramos como una sola familia; no importaba si el papá fuera trabajador de la empresa o no, ni si tuviera o no televisión o cualquier otro recurso, allí eso no era objeto de discusión. Incluso, mis relaciones con los que vivían arriba se daba por la recocha que hacíamos y jamás tuvimos un encuentro por esas cosas que se ven hoy en día, gracias a Dios.
Tuvo la fortuna de narrar las Copas Américas del 93 95 97 y la del 2002, esa que se jugó en este país y para su fortuna era el único en el dial de las emisoras que a esa hora y en ese instante, le cantó el gol a Iván Ramiro Córdoba Sepúlveda que hizo campeón a nuestro país en el estadio Nemesio Camacho el Campín de Bogotá, a través de la cadena Todelar. Y como si lo anterior fuera poco ha sido el único que ha hecho presencia en la cancha Marte uno de Medellín, en 33 de los torneos de la Pony Fútbol, cya voz ha llegado a través de la radio y de los canales Telemedellín y Teleantioquia y que todavía te saluda en la calle como si nada, me dice un vecino que lo conoce hace rato.
Le preguntamos cómo hace para grabarse los nombres de los jugadores de un partido y se remite al día en el que se enfrentaban Argentina y Nigeria en un mundial y le falló la voz a Roger Araujo y se lo pescaron en el mismo estadio, relajado y tuvo que asumir semejante responsabilidad. ¿Y cómo lo hizo? Muy sencillo, tomó los mamarrachos escritos por Araujo y terminó los 70 minutos del partido, hecho que hizo que uno de los comentaristas le dijera: “Negro, vos sos grande, ¿cómo hiciste para narrar semejante partido?” Es que dejé afuera las tres maletas de siempre: una, las pasiones, los problemas y los sentimientos. Nunca se le olvida que quien le hizo la pregunta fue Cesar Luis Menotti, el campeón de Argentina.
Esa vida y el talento juntos le dieron la oportunidad de conocer a uno de los más grandes, sino el único, en la narración, Edgar Perea Arias. Fue en el Mundial de 1994 y ocurrió que aquel se entusiasmó con el muchacho, al punto de abordarlo para saber de sus orígenes. Bastó con decirle que era de El Bagre, para que el Negro le dijera de su infancia en Pato y de lo mucho que sabía de la región y fueron amigos desde entonces, pero nunca pudo cumplirle la promesa de ir a El Bagre y conocer a la gente, pero que recordaba mucho a los Carrillo, a los Moore, los Navarro, los Cerpa y un largo etcétera. “Primo”, le dijo, “algún día iré a El Bagre”.
Apunte, me dice, que sigo con el negocio de la mazamorra y desde hace tres años es la voz líder en una de las cabinas del estadio Atanasio Girardot de la ciudad de Medellín, como el narrador oficial de la emisora 1200 la Voz de la Raza: es Julio César Zapata Toro, quien sueña narrarle un partido a los futbolistas en El Bagre, así sea un encuentro de solteros y casados, porque él visita a su pueblo de manera religiosa cada fin de año.
El encuentro, por supuesto, lleno de nostalgia por nuestro terruño que hoy vive otra situación compleja, terminó con un buen plato de pescado allí donde la negra Esperanza.