Nos sorprende este día con la triste y aciaga noticia de la muerte de Julio Anguita, esa voz portentosa que no cesa de clamar en la conciencia humana. Ya me está dando temor de la muerte, que se lleva indiscriminadamente a todo cuanto desea y que no concede tregua ni siquiera a los necesarios e imprescindibles. Irónico, punzante, hiriente, incisivo, transgresor... un libre pensador.
Su muerte nos llama a pensar en su mensaje humanista que siempre nos permitió creer que otro mundo es posible, que esta humanidad puede encauzar sus pasos por el sendero de la concordia y la fraternidad. Se fue producto de una falla en su corazón, ese órgano que siempre lo impelió a vivir pensando en los demás, en los otros, en esas masas anodinas que se niegan a pensar y a reflexionar sobre su propio destino condenándose a la pobreza y a la miseria.
Julio Anguita nació en España, ejerció la política combatiendo paradigmas y oponiéndose a las imposiciones de un sistema sepulturero que arrasa con los recursos del planeta en su búsqueda incesante de riquezas oprobiosas y vergonzantes.
La voz de Julio Anguita fue serena pero impetuosa, reflexiva y autónoma al punto de declararse un libre pensador para no estar atado a movimientos políticos que teñidos de causas sociales terminaron convertidos en aliados de esa cleptocracia que siempre denunció y fustigó. Inteligente y soberbio al extremo de declarar que únicamente contaba con su voz y su pensamiento y que todo lo demás es innecesario cuando de alcanzar la plenitud de la existencia se trata.
Fue amigo personal del escritor José Saramago, a quien rindió un tributo de admiración y respeto en el año de 1999, evento en el que pronunció uno de sus mejores discursos evocando a Galileo y la necesidad de ser un rebelde y un revolucionario en el sentido estricto de la palabra. Como nos hubiese gustado que la muerte haga sus intermitencias en esta oportunidad, que las sentencias del premio nobel hubiesen dejado de ser ficción para que se plasmen en una nueva realidad en la que personajes con la grandeza de Julio Anguita evadan la parca por simple paroxismo existencial de ella misma. Que los titulares de este día se entinten con esa frase que hoy nos gustaría leer: “Al día siguiente no murió nadie…”. Tan perturbados quedamos con esta sentencia como con la misma realidad. Y a pesar de todo se fue Anguita, rebelándose aún contra la vida, desatendiendo los consejos de su amigo Saramago y tirando al traste toda pretensión de eternidad.
Hoy, ante el recuerdo de Julio Anguita nos gustaría hacer nuestro ese párrafo saramagesco en que nadie muere, ante unas autoridades atónitas y sorprendidas, que tienen que enfrentarse a la opinión pública para explicarles que en este día la muerte se ha declarado en una intermitencia inexplicable: “En el comunicado oficial, finalmente difundido cuando la noche ya iba avanzando, el jefe del gobierno ratificaba que no se había registrado ninguna defunción en todo el país desde el inicio del nuevo año, pedía comedimiento y sentido de la responsabilidad en los análisis e interpretaciones que del extraño suceso pudieran ser elaborados….”.
Contrario a ello, muere en este día un pueblo, un hombre que hizo suyo ese pueblo para proclamarse un simple guía en el camino hacia la humanización. No otra cosa fue su mensaje y el color de su voz, una humanización para el patrón y el obrero, para el hombre y la mujer, para el niño y el anciano, para los descastados y los parias, para el empresario y el desocupado. Y en eso pasó su vida, pretendiendo hacernos entender que es en la dignidad donde encontraremos nuestra verdadera redención.
Ya no hay homenaje que se no se haya hecho o se le hará, pero así, sencillamente y a mi manera quiero agradecer la fortuna de haber compartido tiempo y espacio con un ser descomunal y de embriagante figura que tan solo con su voz movilizó a ejércitos y sedujo pueblos y naciones.
Puedo decir que fue valiente como pocos, congruente con su palabra y con sus ideas, que no hizo pactos con malandrines ni se entregó al mejor postor. Que todos lo quisieron, pero ninguno lo tuvo. Así fuiste Julio Anguita y así te recordarán tus amigos y enemigos, tus querientes y odiantes. No fuiste de aguas tibias, ni de bocas ahogadas, fuiste libre como tu palabra y eso te hizo digno ante la presencia de los hombres. No tuvo hoy la muerte una breve intermitencia, se llevó a un tesoro sagrado para realizar un nuevo inventario y en él declarar ganancias. Nos ganó la muerte con su terrorífica guadaña, la voz de los libres está de luto, hoy entendemos que a pesar de las intermitencias de esa muerte “El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los “acuerdos de caballeros” explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertidos en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver….”. Lo cierto es que “al día siguiente —de la muerte de Julio Anguita— no murió nadie…”, todos ya estaban muertos, perdidos entre la indignidad y la misma muerte cotidiana.