Eran de usanza los golpes de Estado en América Latina. Los daban los militares, sacando los tanques de guerra a las calles, entrando a la fuerza al palacio del Presidente para hacerlo preso y despacharlo a cualquier parte, donde no estorbara. Enseguida proclamaban el nuevo orden y asumía el poder uno de ellos, generalmente el más antiguo.
Los tiempos cambian, y ahora los golpes de Estado no los propinan los militares, sino los jueces. ¡Quién lo hubiera pensado!
Una de las malas cosas de la Constitución del 91, que son muchas, fue la de disponer que los jueces tuvieran por origen los congresistas. Nadie da más de lo que tiene y en un nido de lagartos solo crecen los lagartos. Queremos un poder judicial imparcial, transparente, honorable, ilustrado, y le confiamos a los políticos la tarea de escogerlo. El resultado es el que estamos viendo y sufriendo.
La revuelta empezó hace rato, cuando los magistrados de la Corte Constitucional tuvieron la idea de “modular” sus fallos. Era la manera de no limitarse a la tarea de definir cuándo las leyes son conformes o contrarias a la Carta. Mejor que eso, resolvieron tomarse el privilegio de decir cómo debían ser las leyes, un lindo modo de legislar y de modificar la Constitución a su capricho.
Y nadie, o muy pocos reaccionaron. Así que de ahí surgió, por ejemplo, que la tutela no es solo aplicable a los derechos fundamentales, sino también a los conexos. Era la brillante forma de extender la tutela hasta el punto en que los jueces, valiéndose de tan ingenioso instrumento, podían decir y hacer cuanto les viniera en gana. Tutelas para todo, hasta para las sentencias mismas. ¡Qué maravilla!
De ahí pasaron al libre desarrollo de la personalidad, que también les abrió amplio camino hacia su dictadura. Su poder de facto. La alcahuetería con los cultivos ilícitos, y con los que siembran y se enriquecen fabulosamente con la cocaína, tiene ese origen tan recursivo, tan astuto, tan estupendo.
Como la Corte Constitucional hacía lo que le venía en gana, las otras tuvieron la tentación de seguirla. La sentencia de la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia es una consecuencia de las que acostumbra dictar la Constitucional. Un camino abierto hacia el despotismo de los jueces.
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Habremos de empezar por el origen de esos Magistrados. Ellos están allá porque son maestros en el arte de la manzanilla y la lagartería. Porque son amigos de Santos y Maya Villazón
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Para mirar bien las cosas, habremos de empezar por el origen de esos Magistrados. Que no le deben nada a su talento, a su ilustración, al profundo conocimiento que tengan del orden jurídico de la Nación. Claro que no. Ellos están allá porque son maestros en el arte de la manzanilla y la lagartería. Porque son amigos de Santos y Maya Villazón. Porque fueron escogidos a dedo, como suele decirse, por los “Magistrados”, bien entre comillas puestos, de la Sala del Consejo Superior de la Judicatura, que tienen bien claro a quién le deben su empleo, sus prerrogativas y su fidelidad.
Y es de ahí de donde brota el manantial de todas estas imbecilidades. Que en los procesos no se pueden afectar sino las personas que en ellos intervienen, decimos los juristas que a las partes, pamplinas. Al diablo. En los míos afecto al que me place afectar.
Que las sentencias no tienen más alcance que el limitado a los que han intervenido en el juicio, pues al diablo. Las que yo dicto tienen efecto contra el que me da la gana.
Que las sentencias desatan una controversia, pero no mandan, ordenan, regulan, pues a los infiernos. Las mías no se limitan a aquel papel. Mis sentencias son normas que alcanzan hasta donde me conviene que alcancen. Hasta al Presidente de la República, cuyos poderes asumo, reordeno, controlo. Sin facultad ninguna, claro está, para tamaña invasión a la potestad ajena.
Que no puedo hacer sino lo que está previsto en la Constitución o la Ley, al diablo. Yo creo “mesas” que no existen, imparto órdenes que no están en mis atribuciones, dispongo controles nuevos, para que se me rinda cuentas.
Semejante cúmulo de atropellos y desvaríos fueron tentación insuperable para el Tribunal Administrativo de Cundinamarca, sí, aquel donde un magistrado Vargas vendía fallos al mejor postor, que tomó el mismo sendero hacia la tiranía. Y cometió los mismos atropellos. Y asaltó los poderes ajenos. Y dio órdenes que no podía dar, dispuso por vía general y no ha pasado nada. Los magistrados han resultado más eficaces, más implacables, más audaces que los generales que sacaban tanques a la calle para dar Golpes de Estado.
El triste consuelo es que semejantes disparates se pueden llevar a la Corte Constitucional, la Corte de los Milagros donde empezó tanto desatino. Si esa Corte dijera indebidos estos atropellos, se estaría condenando ella misma. Que por supuesto es lo que nunca hará. ¿Y cuánto más toleraremos los colombianos estos jueces golpistas? Cabe preguntar.