Necesitamos a Juanpis González porque es la expresión vívida del pensamiento de nuestra élite. Es la voz más clara y sincera de cómo piensan los que tienen dinero hacia los que no lo tienen. Así es como nos ven. Como los visitantes a un parque zoológico: hay que ver a los animales desde la distancia. Nos ven como simios. Como seres menos evolucionados debido a nuestras cuentas bancarias, si las tenemos. El acaudalado ve con cierta reticencia escrupulosa a aquel que lo requiere en las calles por unas monedas: los pordioseros pululan y son legión. Me interesa detenerme en esa mirada cargada de asco que aquel dirige al menos favorecido por la fortuna o la cuna. En muchos casos, es una cuestión de roles: la aristocracia del espíritu no es equivalente a la económica, pese a nuestros mejores esfuerzos por velar esta verdad. El que no tiene dinero, no es señor de nadie, como lo declara el Arcipreste de Hita.
El pobre con dignidad. ¿La tiene? Para el adinerado, los términos son contradictorios. Por el contrario, se excluyen mutuamente. Son, considerados juntos, simplemente absurdos. Por eso nos causa hilaridad los ademanes amelindrados de Riaño cuando funge su personaje. Cabe preguntarse cuánto de él es falseado y cuánto no. Pero volvamos a la mirada del rico: es como si adonde volteara su rostro no viera más que escombros de mierda salpicados por las calles de la ciudad fría y nebular que idealiza como Londres. Porque los ricos de la élite bogotana no piensan en Bogotá más que como una simulación más o menos evocadora a Londres. Como lo dijera, parafraseando a Germán Castro Caycedo (aunque esta frase, salvo algunas variaciones estructurales, sea atribuible a Jaime Garzón) “En Colombia los ricos quisieran ser ingleses, los de la clase media americanos, y los pobres, mejicanos”. Se reconfortan pensando que son mejores que los millares de pobres que los rodea porque, por lo menos, los muros de sus hogares son más decorosos y pulcros. Juanpis, en este aspecto, deja de ser caricatura: realmente odia untarse de pueblo.
La tesis de la lucha de clases es obsoleta, aunque los demagogos de cualquier vertiente ideológica la usen para recabar la legitimidad que su discurso político, por cortedad de ideas y argumentos, le falta. No hay nada más ridículo, hoy en día, que enfrentar a una clase y otra, por más que sean repulsivos uno con respecto al otro (porque del pobre al rico el deseo es idéntico, aunque en éste suela tildarse de resentimiento). Juanpis es un exponente legítimo de una aristocracia bogotana que deplora la tierra que la parió y, por extensión, su destino. Se consuelan en el confort de sus costosos apartamentos pensando que los tuertos deben reinar en la tierra de ciegos. Porque saben que son tuertos: basta con que miren más allá de la frontera hacia arriba. Por algo se dice que el rico bogotano, en sí mismo, es una caricatura entre el deseo irrealizado de haber querido nacer en otra parte y la frustración real y palpable de haber sido condenado por el destino a ser bogotano con plata.
