Cuando por las calles de Tuluá se paseaban los personajes de mis novelas, Midita de Acosta era el eje de atención de mi infancia. Ella era esposa de don Alberto Acosta, un paisa rubicundo, que había llegado a criar ganado y sembrar plátanos en medio de la oleada de antioqueños que desde la década del 30 se fueron afincando en el norte del Valle. No debió haberle ido bien porque lo hizo en esta tierra de pie de monte desde donde hoy pergeño mis crónicas, según reza en el certificado de tradición que tengo en las manos. Pero eso no incomodó a Midita Salazar, y ella con el vigor de las madres antioqueñas, en toda la esquina de los Salesianos, montó un almacencito para ayudar a sostener el hogar. Fue desde allí donde ella vio al Cóndor Lozano, desde el andén de enfrente, atajando la turbamulta el 9 de abril con un taco de dinamita en la mano y un pucho en la otra. Mantuvo su negocito hasta que sus hijos crecieron y se la llevaron de Tuluá. No empacó sino los recuerdos pero dejaba un mito viviente en mi pueblo. En ese pequeño almacén vendía toda clase de ropas para hombre y para mujer y era tan hábil para convencer al cliente que a más de uno les vendió un par de zapatos izquierdos y le aseguró que el problema no era del calzado sino de los juanetes. A otros les trajo agua de Lourdes así fuera del rio Tuluá y la empaquetara en vírgenes diminutas a las que le hacía un huequito para meterles con un inyector el agua milagrosa.
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Ella vio al Cóndor Lozano, desde el andén de enfrente, atajando la turbamulta el 9 de abril con un taco de dinamita en la mano y un pucho en la otra
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Uno de sus hijos, Álvaro, fue el adonis de muchas leguas a la redonda, y terminó con el paso de los años casándose primero con una prima de Gaitán y de Uribe Uribe y después con Martica Restrepo, mi compañera de grado en 1970 en la inolvidable Facultad de Filosofía, Letras e Historia. De esa unión nació Juanita Acosta, la más famosa actriz que ha tenido Colombia y que hoy se consagra en Madrid con su obra teatral El Perdón, donde rinde homenaje al hombre bello que fue su padre, a quien le desbarataron a tiros su cara dionisíaca en un episodio tan violento como resultó siendo el secuestro por casi un año de su hermano Enrique y el suicidio de Álvaro José, su medio hermano, nieto de Alejandro Cruz Gaitán. Es una lástima no poder tener salud y vigor para estar aplaudiendo con entusiasmo y dando vivas al terminar función en el teatro madrileño a esta mujer de tantos espacios de mi vida, tan recursiva y entucadora como fue su mitológica abuela Midita, la directora del coro trágico griego que narra colectivamente mis Cóndores no entierran todos los días.