Hubo una época en la que Andrés Sandoval se creía invencible. Venía de un hogar de ateos y su paso por el colegio Virrey Solís de Bogotá no le afianzó demasiado su fe. En lo único que creía era en la botella de aguardiente. Andrés empezó a tomar desde los 8 años. Le gustaba el aguardiente puro y duro. Cuando llegó a la adolescencia, a los 14 años, se tomaba un litro de guaro casi que sin respirar. Escritor incipiente, pichón de dramaturgo, sentía que la inspiración le llegaba si estaba trastocado. La fama que le llegó por su participación en De pies a cabeza, a mediados de los noventa, no hizo sino acentuarle más sus excesos. Los fines de semana ya no era sólo una botella de guaro sino que era cerveza, perico, y hasta cacaíto sabanero, droga que le hacía perder la conciencia. Su talento era su único soporte, por eso siguió apareciendo en programas con alto rating como Conjunto cerrado.
Pero nada podía frenar su descenso a los infiernos. El ácido y el Metal exacerbaron aún más los demonios que lo habitaban. A los 17 años estaba tan mal que llegó a dormir en el cartucho. Lo intentó todo para salir adelante: sintoísmo, Hinduismo y hasta ritos con ranas amazónicas. Coqueteó con la magia blanca y estuvo a punto de enamorarse de la magia blanca.
Cuando pensábamos que íbamos a tener otro caso de un talento desperdiciado, acabado, se salvó a último minuto. En este testimonio el actor que triunfa en La reina del flow, quien esta noche ocho de octubre termina su emisión convirtiéndose en el fenómeno de rating de la década, cuenta cómo venció sus vicios.