Una mañana fría de finales de enero de 1999, la irreductible estatua del fundador presenciaba el asustadizo y presuroso ingreso de cerca de una centena de estudiantes de Jurisprudencia al Aula Mutis de la Universidad del Rosario. Comenzaba la semana de inducción, la primera semana de nuestras carreras como abogados. Tiempo muerto –pensé-.
Yo era uno de esos prematuros estudiantes. Tenía 17 años como muchos otros, pero posiblemente era el único que estaba ahí por el buen consejo de una buena suegra que sabía que no me casaría con su hija. Discurso tras discurso, de los cuales poco recuerdo por andar perdiéndome en ensoñaciones frustradas de cine y oficios menesterosos de escritor o político, se nos explicó el funcionamiento, desde lo filosófico hasta lo administrativo, de la Universidad.
Ya para el final de la jornada, pasadas las cuatro de la tarde, y con un auditorio impaciente y somnoliento, un joven, casi tan joven como yo, de camiseta y mochila atravesada fue invitado para asumir la ingrata tarea de ser el último expositor. Menudo y elocuente, sin necesidad del micrófono -lo rechazó con amabilidad- se presentó: Juan Ramón Martínez, presidente del Consejo Superior Estudiantil. Sus palabras fluidas y justas, sin que dejarán de sonar espontáneas, invitaban a participar en los procesos electorales estudiantiles próximos y recordaban la importancia -lo que me impactó y aún me impacta- del movimiento estudiantil rosarista en la formación de la Constitución de 1991 y en las luchas de independencia del siglo diecinueve. Esa fue la primera vez que lo vi. Lejos sería de ser la última.
Ya en segundo semestre, siendo amigos de pasillo y saludo cordial, Juan Ramón me motivó -posiblemente su mas contundente virtud-, a ser candidato del Consejo Estudiantil de Jurisprudencia, ya Camilo Enciso Vanegas había abierto con sus discursos gaitanistas un importante espacio para los primíparos, y con la orientación de ambos, ganamos las elecciones con Alejandro Cárdenas Villa (mi sempiterno socio) ante una encopetada y más adulta competencia. Recuerdo cuando sin vacilar, Juan Ramón me dijo que lo primero que necesitaba la facultad era un periódico. El Mazo se llamaría. Tuvo solo dos ediciones pero que aún dicen que existen en la memoria de los nuevos líderes rosaristas. El Mazo fue antesala del periódico estudiantil de la universidad que Juan Ramón dirigiera con sensatez y precisión por alrededor de dos años, y que bautizó con un nombre tan ingenioso como voraz, dada la especial fijación de la Universidad del Rosario con su pasado: Dirosaurios.
Y fue siendo columnista de Dirosaurios que conocí a Juan Ramón Martínez, o mejor, la primera vez que supe quién era, y de qué estaba hecho. En el periódico, era parte fundamental de la sección editorial, una de las personas más brillantes, consecuentes y desenfadadas que he conocido: mi buen amigo Julián López de Mesa (el que le puso un yoyo a la irreductible estatua del fundador, no es un mito).
Recuerdo abrir la hermosa portada de Dirosaurios impresa a dos tintas y leer impactado la columna bautizada por López de Mesa como “La Porphyra” en donde comparaba, con bellos, precisos y contundentes símiles, ciertas costumbres y rituales -secretos y excluyentes- de la antigua Roma con el color púrpura del aula máxima del Rosario, donde se llevaba a cabo la elección, a puerta cerrada- de los dirigentes reales de la universidad llamados colegiales y consiliarios. Siempre ha sido así. Leí complacido. Me sentí orgulloso de mi decisión de ser abogado, algo escaso en esos días. No obstante el rector de la época no fue tan generoso en su opinión con la columna.
Abandonado a su ira, hizo llamar a Juan Ramón, el director unánime de Dirosaurios, a quién recuerdo ver caminar por el costado sur de la cuadratura del segundo piso del claustro. Decidido y tranquilo entró a la oficina anexa a “La Porphyra”. La reunión fue todo un éxito. El artículo se mantuvo. Nada cambió. Tiempo después me enteré, no de la boca de Juan Ramón –por supuesto-, que el rector en su estado febril insinuó la posible pérdida de la beca que amparaba a nuestro director por la violación de las constituciones de la Universidad, insinuación que fue respondida con un cordial y directo “señor Rector, haga lo que crea conveniente”, supongo que al ver la impasible reacción de Juan Ramón, el rector entró en razón y despachó el tema como una cuestión menos que baladí. Ese es Juan Ramón Martínez.
La letra sin sangre entra, que llegó a los 25 000 ejemplares, representó
los años más felices de mi vida. Juan Ramón sería el director y yo el subdirector.
Siempre me he sentido orgulloso de ser su escudero. Siempre lo seré
A Dirosaurios le siguió nuestra última aventura editorial: La Letra, sin sangre entra. Una alusión romántica a los tiempos que corrían, para 2001 ya empezaban a afilarse los colmillos para el recrudecimiento de la guerra luego del fallido proceso de paz. Un periódico interuniversitario que llegó a los 25 000 ejemplares y que representó los años más felices de mi vida. Juan Ramón sería el director y yo el subdirector. Siempre me he sentido orgulloso de ser su escudero. Siempre lo seré. La Letra, representaba un espacio de opinión sobre política, literatura, cine, y cultura, que contó con participación de plumas fugitivas como Julio Rodríguez, y el mismo López de Mesa, irreverentes y eruditas como Felipe Escovar y de reconocidos autores como Enrique Serrano y el magistrado Carlos Gaviria. Duramos diez números. El equipo directivo, más allá del altisonante título, también llevaba a cabo la labor más básica, pero a la vez más importante: la repartición del periódico. De esta forma recorríamos en el carro de mis papás y amigos creyentes en nuestra causa, las universidades más importantes de Bogotá en donde personalmente entregábamos en la mano La Letra. Jugábamos a voceadores y a casanovas que entablaban conversaciones pícaras que no llegaban a ninguna parte con las estudiantes.
El final de La Letra no pudo ser más paradójico. Orgullosos de arrendar oficinas en el emblemático edificio de El Espectador de la Avenida Jiménez del centro de Bogotá, y una vez hecha la diagramación final del número diez, ladrones que seguramente desconocieron de la fortuna íntima que se llevaban, extrajeron los computadores y memorias de Mario, el talentoso diseñador y clandestino colaborador en la época de El Mazo. Se llevaron todo. Juan Ramón me llamó aguantando el puñado de lágrimas a contarme la mala noticia. Luego de eso todos nos dispersamos. Los días felices no volverían. Juan Ramón regresó a la Universidad como docente de Derecho Internacional Público. Yo jugué un rato a abogado corporativo pero el disfraz, al poco tiempo, se desgarró.
Juan siguió una exitosa carrera como docente y como amigo personal. Se fue a España un tiempo y de allá se trajo una maestría y un doctorado. Se casó con la mujer más brillante y generosa de la facultad de Jurisprudencia. La última vez que coincidimos fue cuando me invitó a una de sus clases para hablar de mecánicas de fantasía y trucos de ficción. Ese día conté esta misma historia. Supe también que su tratado del Derecho del Mar ha sido traducido a varios idiomas y ya lo citan con frecuencia a los cósmicos tribunales de La Haya, a lo que respondo con una broma que está a punto de expirar: ahora le digo el Moisés del Derecho.
Hace unas semanas me lo encontré, y al saber de una mala decisión que tomé (¿hay otras?) me dirigió uno de sus últimos y amorosos regaños, me recordó que no seguíamos en los días de La Letra. No entendí lo que decía pero me dejó pensando. Luego una mañana de domingo, leí un artículo en la página web de CM&, acostado en mi cama. El orgullo me rebasó y leí el título en voz alta, varias veces: Juan Ramón Martínez, candidato de la Universidad del Rosario a la Corte Constitucional. Todo tenía mucho sentido. Viajé al pasado.
Y recordé que en mis días de estudiante se hablaba de la Corte Constitucional con una respeto y admiración casi religiosos. Nuestros profesores magistrados eran motivo de inspiración y reflexión. Marco Gerardo Monroy y Vladimiro Naranjo, entre muchos otros, profesores precisos y devotos. Juiciosos y dedicados, con agendas jurídicas sobresalientes. Luego a la Corte le llegaron los días difíciles.
En ese momento, un pensamiento me sobrevino: Juan Ramón, el amigo, el dirigente estudiantil, director y repartidor de periódicos, docente y conferencista internacional, doctrinante, no necesita ser magistrado de la Corte Constitucional. Su esmerada carrera, la honestidad de sus actos y la sinceridad de sus relaciones, le augurarán un futuro más que próspero y lleno de ventajas y virtud. Me sentí seguro. Pero de repente, otro pensamiento más veloz y algo más acorazonado apareció en el camino y me enfrentó: con la guardia abajo lo invité a seguir: puede ser que Juan Ramón no lo necesite, pero nuestra Corte Constitucional sí necesita personajes como Juan Ramón en sus filas. Académicos con urgencia pero sin afanes adversos al proceder judicial. Académicos, la palabra clave pero ajena.
Con los días lo olvidé por completo, pero me quedó una breve ausencia en la mitad del pecho por todo lo que pasó pero no quiero dejar pasar, por eso hoy escribo estas palabras. Nostalgia. Nostalgia de escudero que se sienta a ver el sendero que ha dejado la lid en el tiempo. Respiro y contemplo todo satisfecho, porque toda nostalgia, por definición, se debe permitir la escurridiza verdad de ser uno mismo, de defender sus decisiones pretéritas y de querer y admirar con ingravidez a los amigos vecinos al alma con quienes se luchó, en los mejores días de la vida, hombro a hombro, sin desfallecer.
Lleno de orgullo por usted Juan Ramón,
Camilo Fidel López
Su escudero.
@CamiloFidel