Esto que les estoy contando sucedió en la tarde del otoñal viernes 14 de septiembre del año en curso. Pues bien, media hora antes de partir del hotel para la cárcel el intérprete, un inspector del sistema penitenciario sueco, le preguntó al poeta la lista de los poemas que iba a recitar. Entonces Juan Manuel Roca le alcanzó el poemario När elden talar med vinden (Cuando el fuego habla con el viento), con algunos títulos marcados. El intérprete al ver que dentro de las poesías seleccionadas estaba La estatua de bronce, se puso pálido y con voz entrecortada le insinuó a su contertulio que ese poema no debería leerlo en el recinto penitenciario ya que se podría malinterpretar el último de los versos: “Ya está. Erijamos una estatua al asesino.”
Antes de seguir es necesario aclarar que todas la cárceles provisionales de Suecia cuentan con dos pabellones. Uno que llaman El pabellón de los comunes, cuyas reconfortantes celdas están habitadas por delincuentes que ya han sido condenados y que esperan a ser reubicados en prisiones más amplias. Los presos de este pabellón pueden pasar el tiempo con los calabozos abiertos y compartiendo en grupos, ya sea jugando a las cartas, cocinando o sacando músculos en el gimnasio o asistiendo en masa a la sala de actividades culturales.
El pabellón de las restricciones es el otro. Acá las celdas están ocupadas por delincuentes que esperan ser llamados a juicio. En este pabellón el preso está totalmente aislado. Permanece encerrado en su celda, durmiendo o viendo televisión, sin sospechar siquiera quién habita el cuarto vecino. Los guardias que vigilan este pabellón viven en constante alarma.
Hecha la aclaración seguimos contando lo que nos atañe. Así que el director de la cárcel determinó que la lectura de Juan Manuel Roca se haría para el personal y los reos del pabellón de los comunes. La poesía rompe los barrotes, satirizó al momento de dar la orden. Pero el día anterior al evento, uno de los condenados, un criminal de barba a lo vikingo, dijo en la cocina que para lo único que servía la poesía era para mostrar las debilidades del hombre. Añadió que quien asistiera a la lectura de versos le recordaría con su infame acto a su mujer quien se la pasaba leyendo poemas angustiosos de un tal Pär Lagerkvist y que si no hubiera sido por eso él no le hubiera propinado la muenda que le propinó y por la cual se encontraba condenado.
Como es de suponer, ninguno de los presos tuvo la valentía de ir a escuchar la poesía de Juan Manuel Roca. Ante esa eventualidad el director de la cárcel ordenó, en el último minuto, que trajeran a uno, solo a uno, de los reos del pabellón de las restricciones. El condenado llegó al recital lleno de expectativa, custodiado por dos fuertes carceleras. Luego de lanzar una mirada de desconfianza al público, se sentó en la primera fila a esperar que la lectura empezara. Ni siquiera tosió cuando el poeta colombiano leyó en español y el intérprete en sueco dialectal de la región.
Al finalizar el recital y mientras la gente aplaudía, el reo se levantó de su silla y sin más ni menos proclamó en voz alta que lo que había escuchado lo había conmovido hasta los tuétanos. Dijo que daría hasta un ojo de la cara por tener el poemario När elden talar med vinden, del cual se habían leído los poemas. Cuando el intérprete tradujo, Juan Manuel Roca le dijo al preso que con mucho gusto le obsequiaba el libro y estiró el brazo para entregárselo. Pero el poeta se quedó con el libro en la mano porque un guardia, en acto reflejo, le detuvo el brazo. No, dijo, está prohibido que los presos con restricciones reciban objetos de afuera. En este caso el libro tiene primero que pasar por los controles de rutina y luego el fiscal tiene que autorizar su entrega.
Juan Manuel dijo a través de su intérprete que no consideraba que su poemario en sueco contuviera cifrados mensajes de escape para personas privadas de la libertad pero que aceptaba todas las disposiciones legales incluso la minuciosa requisa a la que había sido sometido al ingresar a la cárcel. Enseguida añadió que le iba a dejar el libro dedicado al preso. Y cuando preguntó el nombre del sindicado para escribirlo en la dedicación, el mismo intérprete se apresuró a contestarle que eso no era posible porque nadie de afuera podía enterarse de quienes estaban presos en las celdas con restricciones. Eso por una parte. Por la otra por cuestión de secreto profesional. Así que esa tarde el poeta Juan Manuel Roca tuvo que contentarse con dejar el libro en manos del director de la cárcel a la espera de que los poemas pasaran los controles carcelarios. Por supuesto que el libro lo dejó dedicado a un preso sin nombre.