—Casi medio siglo le tocó esperar Juancho para que le reconocieran la paternidad compartida de su hija mayor: La pollera colorá. Y la ley fue quien tuvo que venir a poner orden.
En efecto, para junio del 2010, el Tribunal Superior de Cundinamarca ratificó la sentencia sobre una demanda que se había presentado una década atrás en un Juzgado Penal de Bogotá sobre una pretensión de que la canción era de dominio público, aunque todo el mundo sabía que Juan Madera era el legítimo creador de la melodía que lleva la mundialmente conocida cumbia, aquella que un día hizo zarandear hasta el Vaticano —pero que solo la parte demandada, por impertinencia o estimulada por un puñado de ambiciosos mercenarios de la música, se resistía a reconocer—.
Ese fallo, aparte de conferirle al actor de la demanda, Juancho, el derecho de coautor sobre su obra maestra, condenó a Choperena, hoy fallecido, otrora amigo del alma y compañero de juerga en los años dorados por allá por Barrancas, a resarcir de manera pecuniaria al demandante por daños morales y patrimoniales, y a pagar unos cuantos meses de arresto. Quisieron cercenarle la gloria, pero no el triunfo.
Rebobinando mí aletargada memoria, producto de esos avatares cumbiamberos, me remonto a los últimos años de la década de los sesenta en el municipio San Luis de Sincé (Sucre), pueblo donde nació y se crio Juan Bautista Madera Castro y este humilde sabueso de jolgorios autóctonos.
Es tradición en mi pueblo, al igual que muchos de la costa Caribe, que una banda de música, de las llamadas papayeras, se apueste en el atrio de la iglesia principal para acompañar de alegría complementaria al novenario de su Patrón o Patrona, con algunos valses o pasillos para la ocasión. En Sincé, la novena patronal empieza el 30 de Agosto, día de Santas Rosa de Lima y finaliza el 7 de Septiembre, víspera del día en que con rigurosa pompa y romería se celebra y venera a la Virgen del Perpetuo Socorro.
Dice un sabroso dicho sabanero, que al que le gusta el suero, vive recostado al calabazo. No sé en cuál de esas temporadas patronales fue, pero lo cierto es que, a la banda de música que le tocó el turno esa vez, fue a la 8 de Septiembre de Sincé. Yo, más pendiente de la banda que de los actos religiosos, todos los santos días de la novena me colaba entre los adultos para acomodarme, como garrapata encantada, a menos de un metro y ligeramente detrás del hombre del clarinete, extasiado por el sonido que emitía su instrumento. El señor, era un moreno fibroso, de mediana edad, estatura normal, de rostro serio pero que transmitía simpatía, y menos morisquetero que sus colegas a la hora de tocar. El primer día me miró con cierto recelo, el segundo, me lanzó una entrecortada sonrisa, el tercero, me dio una palmadita en el hombro, el cuarto y los demás días me hizo una venia de estilo, como si ya fuéramos unos viejos conocidos. No recuerdo, hasta esos momentos, haber intercambiado siquiera una palabra con él.
Una tarde, correteando yo por el Barrio Guinea, debió ser en una de esas tantas tremenduras de la edad, un par silbidos me hizo detener. Al voltearme, pude ver parado en la puerta de su casa a un hombre descamisado que me hacía señas. No hice ningún esfuerzo para reconocerlo, y él por supuesto, daba a entender que también me conocía: era el clarinetista. Después de un atolondrado saludo me hizo pasar a su humilde vivienda. Me interrogó sutilmente con algunas preguntas que logré contestar en medio de mi rancia timidez. Me enteré esa vez que conocía lo suficiente a mis padres. Aproveché ese dato para aclimatar mi confianza y, poder refrendarle con palabras, lo que él, por olfato sabía: mi pasión por la música; y que de todos los instrumentos de viento, reflexión que no le pude explicar bien, mi favorito era el clarinete.
De manera súbita, con movimientos de concertista, sacó el instrumento de su estuche, mientras yo trataba de espantar una puerca recién parida que se quería meter a la sala; colocó el clarinete en mis manos y con rigor didáctico, me explicó una por una las partes de que está compuesto, con sus respectivos nombres; por último, le puso la boquilla y permitió en medio de mi desconcierto que le sacara un par de desafinadas notas. Fue el preámbulo de un acercamiento a su reducto. Pero quiero ser sincero, todavía no sabía cómo se llamaba el hombre del clarinete, ni él tampoco había dado un milímetro de pistas para yo saberlo.
El hallazgo de sus datos filiatorios me los dio a conocer en una charla informal, un vecino de mi edad, Fernando Iriarte Jr., alumno aventajado dentro del resto de sus amigos contemporáneos, en materia de farándula y novedades; hijo de Fernando Iriarte Navarro, compositor del añejo, pero vigente porro, soy sinceano y del Himno a la Virgen del Perpetuo Socorro. En su memoria, la Casa de la Cultura lleva su nombre.
Pocos días después de aquel descubrimiento, hubo un festejo familiar cerca de mi casa amenizado por la Banda 8 de Septiembre. En el descanso de una de las tandas musicales me le acerqué al Maestro Juancho, le di el ocasional saludo, y sin rodeos, le pregunté que si era verdad que él era el autor de la famosa cumbia, la misma, que entre otras cosas, fue la primera canción que yo me atreví a cantar en público en una jornada de canto libre, en mi escuela. No me respondió, pero demostró su genético talante cuando se llevó el clarinete a los labios, y sin alarde ni resistencia interpretó, muy pasito, los arreglos originales con que se grabó la mencionada cumbia. Ocho compases musicales fueron suficientes para explicar lo que mil palabras hubiesen podido decir.
Otro de los pasajes que el anecdotario de esa época me refresca fue, el día en que fui a su casa a enseñarle mi primera composición. Estaba recién llegado yo del seminario en plan de vacaciones. Mi ópera prima yo la había concebido en género de cumbia, y de paso, era al primero que se la daba a conocer. Tan pulcro en la crítica, como franco en sus argumentos, me dijo que de cumbia lo único que tenía era la letra, y sin embargo, le sonaba a villancico. Que la estructura melódica con la que estaba hecha era la de un clásico paseo sabanero, en tono menor. Después de algunos años, que me fui a vivir a Venezuela, le cambié la letra y se la di al cantante Pastor López, quien me la grabó con el nombre de Tempestad. En una de mis anuales visitas decembrinas a Sincé, le llevé esa nueva versión en un casete:
—“Ñeeerdaaa”, ahora sí tiene pinta de cumbia— exclamó, antes de lanzarse una risotada.
Sería exagerado si yo dijera que existió o ha existido una gran amistad con Juancho. La diferencia notable de edad en los primeros tuteos que mantuvimos, yo tendría para entonces unos catorce años, y él tal vez ya superaba los cuarenta ; o el haber escogido cada quien un espacio diferente para enrumbar nuestra vidas, que nos mantuvo distantes , pudo privarnos de que esa amistad se consolidara. Pero, sí reconozco que se dio una estrecha relación, donde prevaleció el respeto y la consideración, que cada vez que tuvimos ocasión de demostrarlo, lo hicimos sin tapujos. La sensación que me quedó de aquellos años fue, la de un hombre sumiso, alegre, decente y sin mayores ambiciones que deleitar al mundo con su música.
Para Julio, del año 2016, urgencias personales me obligaron a viajar a Sincé. Viaje inusual, pues, tenía como cuatro décadas que no lo hacía para esa fecha. Pero no pudo ser más beneficiosa y oportuna esa visita. El rótulo que se ha ganado Sincé, como la Meca de la Cultura Sabanera, lo pude comprobar, saborear , vivir a plenitud, y con todas las emociones, en la Semana Cultural que se celebra todos los años con motivo de la Fiesta de la Independencia, y en la cual, yo había caído como paracaidista. Ese año el personaje homenajeado, y quien se robó el show en cado uno de los eventos programados, fue justo, el maestro Juan Madera. Habló, cantó, enamoró, bailó y tocó a pesar de sus 94 años, bien cumplidos. El cierre con broche de oro fue, cuando el mismo 20 de Julio, en una fastuosa ceremonia en la Casa de la Cultura, que con buen acierto dirige el gestor cultural, Hugo Sierra Romero, firmó el Acta de la Independencia, como él mismo lo anunció para aquel momento:
—Me independicé de mis partituras y clarinete— dijo, estremecido de emoción —que otros hagan lo mismo, yo ya cumplí—.
Se refería a la donación que le hizo al municipio de Sincé de las partituras originales que llevan arreglos y melodía de su Pollera colorá y el clarinete con que la interpretó. Además de la solemne donación, en ese mismo acto, la alcaldía del municipio lo condecoró con la Orden al Mérito Adolfo Mejía, que es concedida a aquellas figuras que hayan hecho un valioso aporte a la cultura y las artes, honrando la memoria, del genial compositor sinceano, Adolfo Mejía Navarro, uno de los más grandes de la Colombia contemporánea.
En medio del fervor protocolario me le acerqué a Juancho para saludarlo y brindarle mis felicitaciones. Después de casi dos décadas de no encontrarnos, era natural que divagara para acordarse de mí. Al desempolvar los datos puntuales, no solo se ubicó, sino que me extendió una invitación a su casa en Sincelejo, para el domingo siguiente.
Tal como lo convenimos aquel día, el domingo 24 de julio a las 10 de la mañana, con disposición y puntualidad, guiado por el baquiano, Carlos García Acosta, que entre sus pocos defectos está el de abrir trochas permanentes para que se entrecruce la dicha y disposición, llegamos su apacible casa, ubicada en el Barrio El Cortijo. No era grande, ni mucho menos suntuosa, pero sí acogedora. Cada objeto y mobiliario estaban en el lugar preciso. Lo primero que experimentamos fueron los estrictos hábitos tradicionales: no nos habíamos sentado cuando ya teníamos un pocillo de café en cada mano. Su eterna esposa, Amparo, y su hija mayor, Luz Amparo, sobradas en atenciones, son las otras dos personas con quien Juancho comparte el hogar. Cada uno de ellos dio muestra que es un eslabón imprescindible de una cadena humana de ternura y comprensión. Me acomodé en una mecedora paralela a la de él, ubicada en una salita agradable, contigua a la cocina.
La visita nunca tuvo pretensiones investigativas, ni mucho menos periodísticas, sino para que decantara en una simple y espontánea tertulia; y sin sobresaltos, de hecho, se dio.
No puedo pasar por alto la perplejidad que me produjo percibir la frescura y precisión de su memoria al momento de atomizar sus relatos, y el pertinaz sentido del humor como pauta condimentaria al conversatorio. De este último atributo yo tenía nociones, pero no que se le hubiese acentuado a través tiempo.
Salvo un par de revelaciones, al menos para mí, y algunas verdades, pero que a medias se habían divulgado por los medios, el grueso de los datos aportados por Juancho en ese ameno rato, en lo que tiene que ver con la historia de la cumbia, son los archiconocidos por todos. Sin embargo, esas dos horas entretenidas, que aún conservo en una grabación digitalizada, las tengo como un valioso testimonio como aprecio a la obra y grandeza de un singular y descomplicado contertulio.
Con su voz bajita y pausada, y frases como salidas de un colador de recuerdos, que de vez en cuando las sintonizaba su hija Luz Amparo para hacer algunos ajustes ,y algunos interrogantes de nuestra parte, se fue desgranando ese encuentro, que trataremos de reconstruir, respetando tal como se dio la narración cronológica.
—¡Ahora como castigo, tienes que aprender a tocar ese instrumento!— así le dijo, quien después fue su mentor y profesor de música, Ricardo Maza, que había llegado importado de Magangué a pedido de un grupo de prestantes personajes sinceanos, quienes en una colecta pública, recabaron los fondos suficientes para comprar el grueso de los instrumentos musicales para organizar la primera banda de músicos de Sincé. Antes de su fundación ya la habían rotulado como la 8 de Septiembre.
Juancho, que no había cumplido los dieciséis años de edad, no podía ocultar el gusto obsesivo que sentía por el clarinete, desde que quedó subyugado cuando escuchó a un par de clarinetistas de una banda de música foránea, quien en aquella oportunidad fue la invitada para amenizar las Fiestas Patronales de Sincé.
El Maestro Maza había convocado para su proyecto, en la casa del ganadero Pacho Montes, a una docena de jóvenes con vocaciones musicales, para impartirles una charla preliminar que sirviera de entusiasmo, y si respondían, poder incorporarlos posteriormente como músicos a la banda. En la sala, sobre un mesón, estaban todos los instrumentos para la agrupación. Juancho, en un arrebato de travesura infantil, simulando que iba al tinajero a beber agua, no pudo aguantar la tentación de ver a su enigmático clarinete, indefenso sobre la mesa. Con el movimiento de una liebre agarró el instrumento, se lo llevó a la boca, dice él, que la intención no era hacerlo sonar, pero que los nervios lo traicionaron.
Aquel débil sonido pero que fue suficiente para alterar la disciplina de aquella sesión instructiva, y su posterior sanción, reconoce, que fue una bendición. No solo aprendió a tocar el clarinete con entereza y maestría, sino que más nunca se separó de él, y con él forjó el medio de vida para sacar adelante una familia de 11 hijos.
En su vida, asistió a la escuela por tres meses apenas. Esto lo hizo en el colegio Santo Tomás de Aquino, cuyo director y dueño era don Luis Gabriel Meza, uno de los precursores de la educación sinceana; el mismo que se ufanaba constantemente con orgullo pedagógico en sus clases de castellano, que en uno de sus pupitres se había sentado el más universal de sus alumnos: Gabriel García Márquez y, que hasta se dio el lujo de darle un par de reglazos en una ocasión por estar leyendo cuentecitos raros en clase. Fue también Don Luis quien le regaló a Juancho el primer clarinete que tuvo como propio. Ese instrumento también fue un regalo que el maestro Epifanio “Pifa” Montes le hizo don Luis. El “Pifa” lo había traído de París, en una gira que hizo por Europa, acompañando al ballet folclórico de Sonia Osorio. Epifanio Montes, junto a Juancho, Adolfo Mejía y Dairo Meza conforman el cuarteto histórico más relevante de la camada musical sinceana. Con ese mismo clarinete fue que Juancho inmortalizó su Pollera colorá.
—Cuando ya me pude me defender con la cartilla abecedario, me gradué— dice con picardía. Más nunca se preocupó por una escuela. Al maestro Maza fue al quien le tocó después la tarea paralela: pulirlo en la lectura y escritura y enseñarle los primeros secretos del pentagrama.
—Tocábamos, más por amor al arte que por la plata. La fundación de la banda se dio en el año 1938— dice como si fuera ayer. —Alternando las labores agrícolas, como con el oficio de clarinetista, me daba decentemente para sobrevivir— recalca.
Se inclina, mientras se mueve en su mecedora, mira a hacia la derecha donde me ubico, y continúa: —pero era feliz, la responsabilidad, el trabajo y la honradez siempre los tuve presente.
—Fui moderadamente parrandero y mujeriego — mira con picardía a su mujer. —¿No es verdad mija?— dijo con tono más fuerte para que su mujer escuchara.
En esos tira y encoges de la vida permaneció en la banda 8 de septiembre de Sincé y en sus labores agrícolas, durante unos veinte años aproximadamente, hasta el día en que una visita inesperada le hizo dar un nuevo giro a su vida.
Mientras hacía la siesta, un día cualquiera, a finales de los años cincuenta, se le presentó a su casa el músico Pedro Salcedo, quien aprovechó una visita relámpago a Corozal, donde era oriundo, para arrimar a Sincé. No tuvo que recorrer muchos kilómetros para conocer a Juancho, a quien ya tenía referenciado con las mejores credenciales, pues, un colega se lo había recomendado como clarinetista. Después de venderle la idea de un porvenir promisorio con su Orquesta, quien ya estaba posicionada desde hace casi un lustro en Barrancabermeja, atraída también por la fiebre del oro negro, Juancho aceptó el desafío. Sabía además que, ya medio centenar de paisanos suyos andaban por aquella comarca enrolados en la transnacional Troco y, más de uno de ellos lo había sonsacado para que se fuera para allá como trabajador raso, pero se había negado tantas veces, porque sostenía que lo de él, era la música.
—Si me esperas a que recoja la hamaca y los dos pedazos de cabuya, “puyo el burro” contigo enseguida— dijo en broma ese día. Pero Pedro lo entendió como una muestra de su inequívoca decisión.
—Llegué, toqué, gusté y coroné— dice con firmeza. —Me fue también en Barrancas, que ya autoricé para que el día que me muera, me cremen y las cenizas las repartan entre estos dos pueblos que siempre me han querido—.
—Dicen que los bares sirven solamente para tomar tragos, malgastar dinero y conseguir putas— señala, mientras continuaba inclinado sobre el mecedor gesticulando de vez en cuando con su mano derecha. —Pero a mí me dio más que eso— añade.
Es bien sabido que la Orquesta de Pedro Salcedo fue la agrupación de planta por varias temporadas en el Grill Hawái, y que allí, en una noche embriagadora, pero sin tomarse siquiera una copa, a Juancho lo fustigó de manera inclemente lo que llaman musa para inspirarse y componer su Pollera colorá. Como curioso observador, empezó a contar aquella noche a todas las muchachas que llevaban faldas de color rojo, y le preocupó que la cuenta total le dio 13. Se preguntó, por qué no componer una canción a las polleras de ese color. Más se demoró en razonar, cuando en el propio escenario, comenzó a martillarle en su cabeza, por un buen rato, unos placenteros acordes que los tomó, dice él, como revelación divina. Era tan recurrente esa melodía en su mente que quedó embebido toda la noche, hasta tal punto que un colega le llamó la atención por desentonar en una canción que tocaron del repertorio. Discretamente, sin que nadie lo notara, aquella melodía la improvisó en un descanso, primero con el clarinete, luego la tarareó ciento de veces, pero no la plasmó en el pentagrama, sino hasta el mediodía siguiente, en su casa, donde le bastó un solo jalón de entusiasmo para hacerle los arreglos y dejarla como sinfonía conclusa
Un fin de semana, bien temprano, se presentó Wilson Choperena a la casa de Juancho, este dice que lo notó enguayabado. No quiso tomar café, sino que prefirió un vaso con agua fría.
—Hoombeee, Juancho, dijo Choperena— le coloqué unos versitos a la pollera —y no sé si te va a gustar—.
—Desembucha— le dijo Juancho, somnoliento por el trasnocho todavía.
No había cantado los primeros cuatro versos cuando Juancho no pudo contener el coletazo de emoción.
—¡Se encontró el hambre con la comida!— fue lo que único que atinó a decir Juancho.
Juancho nunca objetó ni sugirió siquiera una coma para la letra de la cumbia. Por el contrario, siempre reconoció que la letra de Choperena fue la más oportuna y valiosa prenda con que se pudo combinar la pollera. —Yo fui su sastre y él le aplicó los adornos— sostiene Juancho.
—Entonces, ¿eso de la Negra Soledad, Mirna Pineda o Negra Maravillosa es cuento?— le preguntamos por curiosidad. Desvía la conversación, pero insistimos.
—Puro bullerengue— responde Juancho con voz firme. —Esas versiones las leí, fue como a los 5 años, después que salió el disco. Algunos amigos me enseñaban algunos periódicos, donde hablaba de esas tales mujeres. A mí, mientras estuvimos en Barrancas, nunca me habló de esas charadas— rectifica Juancho. Hace una pausa y continúa.
—Choperena parece que no se había bajado del bus en Bogotá— dice Juancho, mientras su rostro parece iluminarse —cuando ya estaba diciendo que fue él, quien diseñó, confeccionó, tiñó, lavó, planchó y exhibió La pollera—.
—Al principio lo tomé como un malentendido—dice Juancho. —Otras veces pensé que eran chismes de farándula. Pero después que yo mismo esos cuentos, varias veces los escuché por la radio, los leí por la prensa y los vi por televisión en boca de su protagonista, entonces, ya empecé a pensar otra cosa—.
Lejos de expresarse con rencor o tildar a Choperena de bellaco, por el contrario, sus palabras hacia él siempre estuvieron cargadas de cariño, aprecio y consideración. Estaba convencido, conociendo a Choperena como lo conocía, que este fue otra víctima más de esos inescrupulosos tramoyeros, que un día le envenenaron la mente para buscar prebendas fáciles. Por eso, más bien por él manifestó que, sentía lástima y compasión.
Una voz que se va para la capital en busca de aspiraciones y un clarinete que se va para la provincia buscando esparcimiento, como sucedió con estos dos baluartes de la música; la ventaja de cara a la aceptación popular, la tiene a quien le ofrezcan las suficientes oportunidades para desparramar las intenciones. Choperena lo tuvo por partida doble: primero, su voz, que como cantante del éxito de la cumbia, la utilizó no solo para deleitar a su público sino como arma de convicción y, segundo, la fragilidad de algunos medios de comunicación que le sirvieron de apoyo para soslayarse en esos insanos propósitos
Lo que más incomodó a Juancho, fue que siempre eludió su acercamiento y nunca se retractó de esas apetencias sin fundamentos.
Cuando se enteró de su muerte, quedó sumido por un par de horas, en un manto de tristeza. Por intermedio de su hija Luz Amparo, buscó la manera de extender a los familiares y amigos de Choperena, sus sentidas condolencias.
—¡Que vaina tan buena, por qué dejaron ese vino para última hora!— dijo el técnico de sonido de los estudios de grabación del sello Tropical, cuando Wilson Choperena, en medio de un ensayo improvisado, cantó la primera estrofa de La pollera colorá, como alternativa, al no convencer a este una cumbia de Pedro, que había descartado por no sentirla con fuerza en la parte comercial.
Pedro Salcedo, aprovechando una gira con su orquesta por la ciudad de Valledupar, llegó a Barranquilla a grabar cinco temas de su autoría, que ya tenía palabreado con el propietario de la disquera Tropical, Emilio Fortoul.
—Por qué no probamos con el numerito mío— le dijo en tono de remiendo, Juancho a Pedro. Pedro se quedó callado, miró al resto de músicos, pero las expresiones de sus rostros fueron una contundente aprobación.
Los que vamos más allá de los subterfugios banales o sentimientos incómodos, creemos que a Pedro no era que no le gustara la cumbia de Juancho, como siempre se ha rumorado. Yo creo que le gustaba, y demasiado. Sino que los celos profesionales, sobretodo, los que tienen que ver con las artes, suelen disfrazarse de zancadilla y afloran en los momentos en que un futuro éxito muestra su rostro. Incluso, Juancho, a través de los años presiente que así fue, a pesar de que siempre catalogó y admiró a Pedro como el músico más completo con quien le tocó trabajar, y, mejor todavía, como excelente persona.
En lo único que vimos vacilar a Juancho fue el día que escuchó por primera vez en la radio La pollera colorá, pero sí precisa que fue en un negocito de esos, a orilla de una de las carreteras de Santander, cuando el bus en que iba hizo una parada obligada. Tenían una estación de radio encendida. Se hizo lo más cerca del aparato y quedó petrificado. Le dio la sensación por unos segundos como si lo hubiesen alzado por los aires. El pecho lo sintió alborozado. Y lo peor, ese sonido mágico, electrizante y seductor que salía del clarinete, no parecía que lo hubiese hecho él, sino Dios. Ese día presintió que algo grande iba acontecer por causa de la cumbia. Esos temores aumentaron unos seis meses más tarde cuando fue a Barranquilla a cobrar sus primeras regalías al sello Tropical, y el pago con que le salieron fue de 13 mil pesos para dividirlo con Choperena.
En los últimos años, cada vez que alguno de esos periodistas impulsivos le pregunta, que de quien definitivamente es La pollera, sin ruborizarse, no titubea para responder: “Esa canción es de Dios; y Choperana y yo fuimos las criaturas elegidas por él, para darla a conocer al mundo”
Cuando La pollera colorá extendió sus pliegues, y sonaba hasta en la licuadora, como dijo alguien por ahí, Pedro recomendó a Juancho y a Choperena para que se pusieran de acuerdo y autenticaran lo más pronto posible en la Notaría Primera de Barrancabermeja la melodía y la letra de la cumbia. No quería que les pasara lo que pasó con el éxito de una colega de La pollera, La cumbia cienaguera. Grabada una década atrás, y para ese entonces, todavía no se había puesto de acuerdo la justicia para dirimir un pleito en el cual una trilogía de potenciales dueños reclamaba para sí, su cuota. Como caso paradójico, el gran favorecido de aquel conflicto legal, sin dudas, fue Luis Enrique Martínez, quien saltó a la fama grabando una Cumbia, cuando en realidad, él era un vallenato raizal, que además, pertenecía al grupo de los más fieles representantes del imperio de Francisco el Hombre. Un Juzgado de Ciénaga (Magdalena), se pronunció de manera salomónica para zanjar las diferencias, dándole al “Pollo Vallenato”, los créditos como intérprete-arreglista, a Esteban Montaño, como autor de la letra y a Andrés Paz Barros, como compositor de la melodía.
—Repítanle la dosis de tinto a estos pelaos— dice Juancho a su mujer.
Bien lejos se escucha una canción de Silvestre Dangond.
Yo aprovecho para pararme un instante y mirar algunas fotografías, galardones y condecoraciones colgadas en la pared. En esa tregua, Luz Amparo me trae un álbum con una pila de recortes de periódicos y revistas. Me llama la atención una información con su respectiva foto, donde Juancho está recibiendo el título de bachiller Honoris Causa por parte de la Institución Educativa Antonia Santos de Sincé.
—Juancho, no me habías contado que ya eres bachiller— le dije. —Y de los rezagados—respondió.
—Precisamente, el día que llegó a mi casa una comisión del colegio para ese evento, les dije, yo voy, pero con una condición: que no me vayan a pasar al pizarrón.
Esa puntiaguda salida me hizo acordar el día del acto de la donación en la Casa de la Cultura, cuando un acelerado personaje le preguntó que si fuera alcalde de Sincé, que sería lo primero que haría.
—Mandar a limpiar bien el cementerio— contestó sin pensarlo —porque un “pelao” que se rebuscaba con su clarinete va “jilao” para allá—.
Un penetrante olor a sancocho que alborota hasta el más terco de los apetitos, también es una alerta para saber que hemos consumido el tiempo suficiente como para ir buscando una vía de escape. Nos han invitado, sin embargo, a que nos quedáramos almorzar, pero no queremos estropear planes domésticos. Inventamos un supuesto compromiso y damos por concluida la tertulia, con los consabidos agradecimientos. Juancho nos acompaña hasta la puerta.
—Bueno muchachos, no se pierdan y que Dios me los bendiga— dijo en medio de su permanente sonrisa.
—Y si ven por ahí un tarrito de colorante rojo, me lo traen.
Nos agarra desprevenido sus palabras y le preguntamos, para qué. —Para teñir la pollera que me la regresaron luyida y demorada— responde.