Hay quienes dicen que la difusión de la poesía de Juan Gustavo Cobo Borda procedía del hecho de haber confeccionado, durante más de tres décadas, la revista Eco, que editaba Karl Buchholz con apoyo del gobierno de Bonn, y por partida triple, como funcionario de la empresa estatal Colcultura, el Ministerio de Relaciones Exteriores del ilegítimo gobierno de Ernesto Samper Pizano, elegido por la mafia del narcotráfico, y de quien fuera, durante tres meses, embajador en Grecia, donde recibió la Βασιλικον Τάγμα του Φοίνικος, Real Orden del Fénix, en el grado de Gran Comendador, y un doctorado Honoris Causa en Filosofía y Letras de la Universidad de Atenas (http://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-832962).
Cortos fueron los estudios formales de Cobo Borda. Parece que intentó, con su metro y noventa y tres centímetros de estatura, estudiar derecho, filosofía, o lenguas modernas en variados lugares, pero abandonó todos esos inconvenientes para dedicarse de lleno a la literatura, a los viajes y al trato con personajes de su talla e incluso, más altos que él, mientras gerenciaba la librería del señor Buchholz, en la Avenida Jiménez de Quesada con la Carrera Octava, a pocos pasos del lugar donde había caído asesinado Jorge Eliécer Gaitán, en Bogotá, el mismo año de su nacimiento. Cobo Borda fue hijo de un médico que luchó en la Guerra Civil española del lado de Azaña y su madre fue prima hermana de dos grandes escritores de la posguerra, el novelista Eduardo y su primo el poeta Jorge Zalamea Borda.
“Tendría que haber sospechado –dijo Álvaro Mutis- que ese muchacho corpulento y rozagante, que me miraba buscar libros sobre Bizancio y Carlos V en los escondidos y polvosos saldos del sótano de la Librería Buchholz en la Jiménez de Quesada, no era todo lo inocente que su voz infantil y la parsimonia que sus movimientos indicaban. Hubiera debido ver con mayor cuidado esa sonrisa que, con ojos y boca, anunciaba, o mejor, destilaba una visión implacable de nuestras debilidades más secretas, de nuestras flaquezas mejor camufladas. […] No, no supe ver otra cosa, en ese rostro sonriente, que el de un muchacho de buena familia bogotana, trabajando en sus vacaciones para mantenerse alejado del billar y de las tentaciones de la carrera 4ª, ya seculares en Bogotá. Buscando un libro de Brandi o de Schlumberger pasé por alto esa señal de peligro que me obsequiaba el azar”.
Sin maestros presenciales y sin infancia, Cobo Borda se educó a sí mismo en los cines de barrio de los años sesenta, en las conversaciones semanales con los ancianos intelectuales que pasaban por su librería, en las habituales visitas a los poetas consagrados y las redacciones de los suplementos literarios y luego, cuando hizo parte de las tareas culturales de los gobiernos de Carlos Lleras Restrepo, Julio César Turbay, Alfonso López Michelsen, Belisario Betancur y Ernesto Samper, en las subsidiarias e ineludibles lecturas para redactar profusos estudios sobre los autores que interesaban a esas administraciones: más de medio centenar de libros que ahora llevan su impronta de editor y antologista. Una vida consumida entre Escila y Caribdis: entre su admirado Jorge Luís Borges y el soporífero Germán Arciniegas, a quien consagró más de tres lustros de hipérboles y anacolutos.
Buen lector de las concepciones borgianas de la poesía, Cobo Borda creía que la poesía, más que leer en la historia o interpretarla, agrega, desde la experiencia individual o colectiva fábulas al mundo, ofreciendo acontecimientos y objetos que no estaban en él. Y el origen de todos estos seres inefables está en el corazón, esa “inmunda tienda de andrajos y osamentas” de Yeats.
Su otro paradigma formal, y así lo registró, fue Kavafis. Y quizás, también, así no lo haya dejado consignado de manera explícita, algunos de los poetas de la Generación del Cincuenta española. De Kavafis, o mejor, de algunas de las primeras traducciones de Kavafis al español, debió tomar el arquetipo de concebir el poema como un trazo, un boceto, un fragmento que denote una síntesis de las interpretaciones históricas o las intimas intuiciones, disecando con ardor y frialdad la fugacidad de la existencia y sus actos. Con un atenuante: los textos del bogotano parten del sarcasmo que le producen el pasado y el presente de su ciudad y la historia de su nación.
En Kavafis la historia es un gran friso de las tragedias individuales, en Cobo Borda una burla cruel, cursi o kitsch, a la manera de Luís Carlos López, de los comportamientos de su propia clase. De los del Cincuenta, y creo que de Barral y González más que de Gil de Biedma, habría aprendido que el poema debe en parte su eficacia y prosperidad a los correlatos que establezca entre “lo particular concreto” de la vida del creador y sus lenguajes.
Cobo Borda publicó una treintena de libros, unos diez de ellos de poesía, aparte de multitud de plaquette. De ellos, Todos los poetas son santos e irán al cielo (1984) es, para mi gusto, la mejor de sus antologías. Es su tono bastante seco, de corrector de estilo. Un estilo enunciativo, de discurso, que no se permite nada lúdico ni metafórico, como si una permanente tristeza invadiera los gestos y las peripecias vitales de su autor, incluso en los momentos en que esperamos algo de felicidad. Pero es allí, en esos poemas escritos durante los setenta y primeros ochentas, donde está el poeta que quiero ilustrar.
Cobo Borda tiene un buen número de textos donde crítica y fustiga nuestra historia y nuestro presente. A Cobo le produce asco el país. Mientras en Arango hay frescos, en Carranza desgano, en Gómez Jattin irreverencias eróticas, en Cobo Borda hay repugnancia.
En muchos de estos poemas está un Cobo Borda que desconocen las lectoras de la revista de modas o el magazín para señoritas donde él apareció a menudo opinando sobre los senos de alguna actriz o cosa parecida. Todos los poetas son santos e irán al cielo, a pesar de su rótulo un tanto insólito e ingenuo ofrece, además, en pleno altar del bolero, el cuerpo de un poeta que padece la nostalgia de la carne y una voz, sin duda, memorable.