El ascenso y la caída de Juan Guaidó encierra el apasionante patetismo de un auténtico drama clásico. De proclamarse como la “esperanza de un pueblo” y hasta cierto punto retar el entronizado poder del régimen de Maduro, en cuestión de años y en tiempo real, se fue quedando solo y se convirtió en un meme.
Su experimento con la presidencia interina se desmoronó a pedazos -en medio de gravísimas acusaciones de corrupción- y fueron algunos de sus antiguos aliados, convencidos del fracaso del experimento, quienes sellaron el fin del que seguramente pasará a la historia como “el autoproclamado”.
El último episodio da cuenta de su patetismo: asediado por una solitaria soledad y sin el beneplácito de los gobiernos de la región, el avezado “expresidente” decidió autoinvitarse a una cumbre internacional que -alejada de las ilusorias pretensiones del “cerco diplomático” que lo arropó durante el gobierno Duque- busca reposicionar la importancia de avanzar en el proceso de diálogo entre el régimen de Maduro y la oposición.
Atrás quedaron los años donde el presidente de Colombia -el mismo que siempre tuvo las horas contadas- empeñaba toda la política internacional en una intentona golpista en el país vecino. Pero fueron años donde Guaidó era presentado como un “titán” de la democracia y se pavoneaba por el mundo como un salvador.
No faltó la habitual nominación al Nobel de paz o su inclusión en la lista de los 100 personajes más influyentes de la Revista Time. Ciertos intereses de la geopolítica y la economía mundial se alinearon con aquel joven diputado que, desde una céntrica calle en Caracas, con Constitución en mano y rodeado de fieles seguidores, se autoproclamó como “presidente encargado”.
Nació así una presidencia interina que nunca tuvo ni pies ni cabeza, pero que hacía presencia en organismos multilaterales y que pasó a administrar ciertos activos estratégicos de Venezuela. También se creó una burocracia de talla mayor que en cuestión de meses pasaría a ser cuestionada por su ineficacia. En el entretiempo, el “presidente encargado” tuvo muy pocas oportunidades para poner en jaque el poder de Maduro.
Solo se terminó aferrando a un castillo de arena que se empezó a desmoronar a pedazos sepultándolo en el ostracismo.
El ostracismo remite a una práctica en la antigua Grecia en la cual los ciudadanos de las polis, utilizando fragmentos de cerámica, votaban para sentenciar al destierro a personajes cuestionados por mal gobierno, desempeño y conducta. Con el tiempo, el ostracismo se convirtió en la forma de calificar un aislamiento voluntario y forzoso de la vida pública.
Precisamente a eso fue a lo que se redujo al “presidente encargado”, tras no lograr un consenso entre la oposición para continuar con la presidencia de la Asamblea y de facto conservar la cabeza del interinato, se confirmó que su mera presencia es un factor de tensión en una oposición descolocada y sin la capacidad de encontrar un norte que los unifique si quiera para medirse en unas elecciones primarias.
A la pérdida de ese respaldo se sumó su imagen desfavorable en las encuestas -al no cumplir con las expectativas- y la salida del poder de sus principales aliados en la región. Ya nadie osaría solicitarle la extradición de algún connacional en apuros o prestarle un avión presidencial para que haga giras por el mundo. Su sola presencia genera malestar y así se confirmó con el patético episodio de su autoinvitación a la cumbre.
Total, hace rato fue aplastado por su propio castillo de arena.