Esta seguidilla reciente de agresiones atroces cometidas por victimarios jóvenes los ha puesto en la guillotina de la opinión pública, que clama castigo ejemplar para los implicados.
Las cifras de delincuencia juvenil siguen siendo preocupantes. Según la Policía, en el 2017 fueron reportados 18.021 casos. Colombia es el país más violento del continente y 16° en el mundo. Ya existe la propuesta de penalizar a los menores desde los 12 años y un aspirante presidencial plantea megacárceles para tal fin.
Sancionar con encierro penitenciario a un niño sería un gravísimo error. Se conoce muy bien la causalidad de los factores sociales, económicos y políticos en los descalabros de una población con profundas desigualdades. Además, estamos absorbidos por una globalización neoliberal rentista y discriminatoria, que nos relega a la condición de nación pobre y dependiente.
Vamos por partes. El delito es el hijo predilecto de la descomposición de una colectividad, producto de la promiscuidad desbordada entre sus plagas: pobreza, hambre, desempleo, analfabetismo, deserción escolar, desintegración familiar, prostitución, drogadicción y tantas otras; con la inequidad, injusticia y corrupción como abuelas fecundas.
Es hermano de la riqueza fácil, cultura establecida por el narcotráfico criollo y patrocinada por la adicción norteamericana, contaminante de todos los componentes de la sociedad, desde las instituciones oficiales, incluyendo justicia y autoridad, hasta el humilde agricultor.
Primo-hermano del cine y la televisión que, mediante sus narconovelas y películas traquetas, enaltecen el mercado ilícito, la trata de personas y el sicariato; e hipnotizan y alienan al público consumidor.
Hermanastro de la violencia. Nos hemos acostumbrado a vivir y compartir con ella. No en vano venimos padeciendo, hace más de 50 años, una guerra fratricida: estado vs guerrilla. Conflicto que, menos mal, va camino a la desaparición, si algunos compatriotas lo permiten. Para colmo de males, en la actualidad, el maquiavélico instructivo de cómo hacer política es el caudillismo mesiánico y “el todo vale”; estimulando el odio contra quien no piensa igual, usando la mentira persuasiva y la infamia intimidatoria como herramientas para acabar con la vida pública del opositor, polarizando la población para ganar adeptos. Todo esto ha hecho que la mayoría de los habitantes, incluyendo la niñez y la juventud, se levanten sin digerir los valores éticos, morales y humanos del ciudadano correcto; y considere la violencia, la calumnia, la trampa y la intolerancia como “actitudes normales” de todo colombiano.
De postre, el sistema carcelario no cumple los objetivos de resocialización del procesado como lo establece la constitución. Sabemos de las lamentables circunstancias de hacinamiento, alimentación, higiene y salubridad existentes. Conocemos la persistencia del crimen organizado y consumo de drogas al interior de sus muros. Un niño en ese ambiente no retorna a la comunidad recuperado, hace el curso, se perfecciona y egresa con el diploma de forajido profesional.
Erradicar o minimizar estos azotes con fundamentales trasformaciones colectivas sería la solución ideal y definitiva al problema. Cuando se implementen efectivos programas de readaptación que incluyan capacitación al infractor y preparación a la familia y la comunidad; se brinde educación gratuita, apertura laboral y remuneración ecuánime para los sectores menos favorecidos, tal como lo plantea la ley; se logre la convivencia pacífica —al menos tolerante— entre hermanos. Cuando se luzca un corazón grande de verdad, razonable e indulgente, conseguiremos hablar de mano firme contra los jóvenes delincuentes. De lo contrario, será el equivalente a lanzar gasolina para extinguir el incendio o vender el sofá para disimular los cuernos.