El 10 de enero, en horas de la mañana, José Yílmer Cartagena Úsuga, campesino de 29 años y padre de tres hijos, a quien las Autodefensas Unidas de Colombia asesinaron a su madre y a su hermano mayor en la década del 90, se hallaba en medio del habitual bullicio del mercado rural de la vereda El Cerro, en los límites de los departamentos de Córdoba y Antioquia, pensando en su entrevista de esa tarde con el alcalde de Carepa, en la que se proponía plantear la necesidad del arreglo de la vía que unía esa vereda con casco municipal.
José Yílmer era un campesino activo, preocupado por la suerte de su comunidad, el futuro de las comunidades campesinas y la suerte misma del país. Eso había conducido su vida por la senda de los derechos humanos, las luchas agrarias, el trabajo comunitario y la militancia política. Ejercía como Presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda La Pedregosa, del corregimiento de Zaiza, vicepresidente de la Asociación Campesina para el Desarrollo del Alto Sinú, ASODECAS, y promisorio dirigente del movimiento político Marcha Patriótica en el departamento de Córdoba.
Otra de sus grandes preocupaciones era el renacimiento de la actividad paramilitar en la región, de la que cada vez se escuchaban más testimonios de los pobladores. Las actividades delincuenciales de esos grupos armados eran crecientes y él era una de las voces que se apersonaban de la denuncia del fenómeno. La tranquila actividad del mercado campesino se vio interrumpida de repente por la llegada de una camioneta blanca de la que descendieron con gesto agresivo varios sujetos reconocidos por todos como paramilitares.
En cuanto vieron a José Yílmer se abalanzaron sobre él, emprendiendo en su contra una agresión violenta y amedrentando con sus armas a los demás campesinos presentes. Ante los aterrados ojos de hombres y mujeres que contemplaban la escena, José Yílmer fue obligado a abordar el vehículo en que se movilizaban. Sus captores los amenazaron con acribillar a cualquiera de ellos que se atreviera a hablar de lo que acababan de presenciar. De inmediato el vehículo emprendió la marcha a toda velocidad por la vía que conduce a Carepa.
A partir de ese momento se inició la angustiosa espera por conocer su suerte. Su secuestro, realizado a eso de las once de la mañana, se convirtió con las horas en una desaparición forzada. Sólo hacia las doce del día siguiente se volvió a tener noticia de él. La Policía se había encargado del levantamiento del cuerpo de un hombre joven no identificado, que había aparecido arrojado en un potrero a escasos metros del hospital Francisco Luis Jiménez Martínez del municipio de Carepa. Dos hermanas y un tío de José Yílmer se encargaron de reconocerlo.
El análisis forense preliminar dio cuenta del horrendo final que tuvo su vida. Su piel había sido penetrada por al menos treinta y dos puñaladas, su tráquea se encontraba partida en cuatro partes y en su lengua se hacían visibles múltiples lesiones causadas con un objeto contundente. Por todo su cuerpo se hallaban evidencias de una cruel golpiza. Los peritos advirtieron finalmente que sólo el dictamen de expertos de Medicina Legal podría hacer plena claridad acerca de los oprobios y torturas a que fue sometido el dirigente campesino antes de morir.
La cuestión tuvo su demora. El escándalo por la noticia obligó a las autoridades a enviar desde Bogotá un médico forense especializado. Sólo después de que él vino y practicó su experticia durante cuatro largas horas al cadáver, los restos de José Yílmer fueron entregados a sus familiares. Para entonces era ya 13 de enero y había trascurrido media hora desde las tres de la tarde. Entonces se procedió a cumplir con sus honras fúnebres. La alcaldía municipal de Carepa facilitó las instalaciones del coliseo local para ello. Allí se improvisó todo de prisa.
Sus familiares tenían muy presente que José Yílmer había repetido muchas veces que en caso de una desgracia quería ser enterrado en el cementerio de la vereda El Llano, de Zaiza, donde yacían los restos de su madre y hermano. Por eso, a las cuatro y diez minutos de la tarde, su familia y la enorme delegación de campesinos y campesinas, activistas sociales y defensores de derechos humanos provenientes diferentes partes del país, que sumaban alrededor de cuatrocientas personas, se dispusieron a trasladar el cuerpo de José Yílmer hasta su última morada.
El recorrido por la rústica carretera que conduce a la vereda El Cerro demoró dos horas. El padre de José Yílmer esperaba allí el cuerpo de su hijo y en cuanto lo vio, subió al carro que transportaba el despojo de su hijo e intentó pronunciar en voz alta unas palabras. Su tono adolorido logró estremecer a todos los presentes: Aquí falta alguien, aquí nos falta José Yílmer Cartagena, el defensor de los campesinos, el que hablaba por nosotros, el que nos defendía. El nudo que se le formó en la garganta y el llanto que inundó sus ojos le impidieron continuar.
A eso de las siete de la noche la mayoría de delegaciones emprendió el regreso a sus lugares de origen. Para llegar a la vereda El Llano había que emprender la caminata por un sendero rural, puesto que la carretera terminaba en El Cerro. El recorrido a pie podía durar una hora. Un grupo cercano de familiares, amigos y compañeros de lucha social y organizativa emprendieron la marcha con el féretro a cuestas hacia el camposanto. La luna llena los ayudaría a ver en medio de la oscuridad producida por la niebla que normalmente flota en las noches del sur de Córdoba.
Fueron varias las denuncias de los campesinos del sur de Córdoba sobre la presencia paramilitar en la región. En junio del año pasado lo hizo ASCSUCOR, al tiempo que el Sistema de Alertas Tempranas emitió un S.O.S. el 23 de noviembre del 2016, mediante el Informe de Riesgo contra los activistas de ASODECAS registrado como No 037-16. En ninguna ocasión las autoridades nacionales o locales emprendieron alguna acción para protegerlos o perseguir los grupos criminales. El ministro de defensa acaba de volver a negar abiertamente la existencia de grupos paramilitares.
Los hechos refutan una vez más la palabra de los altos funcionarios. Ante la evidencia de sangre que se expande por distintas regiones del país, presagiando la repetición de la criminalización generalizada de la lucha popular que asoló en un pasado reciente a Colombia, una nación llena de estupor y sus líderes y lideresas sociales y políticos de oposición preguntan con creciente irritación, ¿Por qué las autoridades se niegan a ver y actuar a pesar de lo que ocurre? ¿Hasta cuándo Presidente Santos? ¿Y los Acuerdos de La Habana qué?