Es viernes en la mañana, una mañana calurosa en la fría ciudad de Bogotá. Como de costumbre, Jimmy Naranjo se había levantado cuando los rayos del sol aún no habían impactado sobre la ciudad, a las cinco de la mañana se levanta diariamente. Todas las mañanas el movimiento es vertiginoso. Los dos hijos mayores, con gran rapidez se alistan, ayudan a vestir y dejar listo a Jimmy.
El hijo menor, el consentido, siempre pide “cinco minutos más”, es una verdadera batalla que logre levantarse a tiempo. A las seis y media de la mañana los niños salen a un nuevo día en el colegio, mientras Marina, la esposa de Jimmy, parte también con destino al trabajo. Jimmy se dirige directo a un largo y difícil día en la enorme capital de Colombia. Como de costumbre, sube a la estación de Transmilenio. Sí bien no está a reventar como en las horas pico, es difícil encontrar un bus con suficiente espacio para acomodarse bien. El acostumbrado d21 con destino a la estación de la calle 76 con caracas es el transporte que día tras día Jimmy toma con tranquilidad, contrario a la mayoría de personas. Son más de las siete de la mañana, el clima es agradable para estar en la calle. Jimmy sale de la estación de transporte, a lo lejos logra divisar su oficina, que no es la única, porque le gusta cambiar de sitio de trabajo para variar. Se queda un momento en la esquina. Su oficina no se encuentra precisamente en un gran edificio. Desenfunda algo de un estuche alargado, su flauta. Junto a él, un vaso. No tarda mucho tiempo para empezar a hacer su trabajo, interpretar la flauta.
Esa esquina, junto a un semáforo, no es precisamente el lugar correcto para tocar un instrumento, pero para Jimmy es un lugar perfecto, cumplirá su objetivo con la ayuda de las personas que pasan. Diariamente, Jimmy interpreta su apreciada flauta en la esquina, espera que la gente valore su trabajo y le deje una moneda, o en un buen caso un billete. Con su flauta lucha contra la vida y logra conseguir lo que necesita para sobrevivir en la difícil ciudad.
Ahí iba yo, caminaba cerca de la esquina, con una guitarra prestada, esperando encontrar un músico callejero para interpretar algo de música juntos. A lo lejos diviso al flautista, me acerco a él sin pensarlo. Cuando estoy cerca puedo ver que esta tremendamente concentrado en su música, nada lo puede distraer. Después de romper su conexión con la melodía, lo saludo cordialmente, esperaba una respuesta que no tardó en llegar. ¿Puedo acompañar a su flauta con unas notas de guitarra?, le pregunte, no se hizo esperar la positiva respuesta del personaje. Rápidamente estamos tocando juntos.
El tocaba una canción que yo no conocía, entonces solo toque una serie de acordes, trataba de no desafinar con la armonía de la flauta. Cuando terminamos nuestra primera canción, me mira, me dirige un gesto de aprobación, me dice que he tocado muy bien. Después empieza a decirme algunas cosas técnicas sobre la canción que acaba de tocar, el constante ruido de motor de carros, pitos y el incesante pasar de las personas hacen difícil entender lo que me dice, así que yo solo hacía gestos, como si lo estuviera entendiendo a la perfección. Al flautista no parecía importarle el clima, el sol era intermitente, la llovizna se iba intensificando cada vez más, la temperatura bajaba considerablemente. Llegue a pensar que nada podía romper ese lazo que había creado con las notas. Su piel, dejaba ver algunas secuelas de la resistencia de climas intensos.
Poco tiempo después logró alcanzar esa conexión con las notas, no me importa más que tocar bien la guitarra, que haga una buena armonía con la flauta, a un lado dejo las miradas y el clima. La gente no se queda a escuchar más que lo que el semáforo les permite, pero la música tiene su recompensa, el vaso se llena poco a poco. Las canciones pasaban, la mañana continuaba con su cotidiano andar. En medio del intercambio de notas, pienso en lo que puede pasar por la cabeza este imperturbable flautista, en que piensa mientras interpreta su flauta. Seguramente en lo que ha tenido que vivir, una vida difícil llena de retos desde la infancia.
Transcurría la primera parte del año 1980. Jimmy Naranjo, de nueve meses de edad, era el antepenúltimo de nueve hermanos, en una familia común de la ciudad de Bogotá. Vivían con lo justo. Jimmy era un bebé, le agradaba descubrir cosas nuevas de ese extraño mundo donde era un reciente inquilino. Se movía de un lado a otro en su caminador que lo llevaba a conocer los más increíbles lugares, pero ese vehículo lo llevaría a vivir un viaje sin regreso, un viaje que recordaría por el resto de su vida. Jimmy vivía en el segundo piso, pasaba peligrosamente cerca de las escaleras. La vida de este pequeño daría un giro radical y a partir de ese día la existencia de este niño no sería la misma. En esa tarde gris, inesperadamente, uno de esos agradables viajes de aventura se convirtió en un viaje de terror, como un relámpago, así sucedió el accidente, como cayendo por un pozo sin fondo.
Iban a quedar secuelas graves, tal vez de por vida luego del terrible accidente por las escaleras. La madre de Jimmy, una mujer trabajadora, que no podía estar cerca de su hijo por trabajar para darle lo que necesitaba, siente como su mundo se derrumba en cuestión de segundos. Los días después del accidente fueron un calvario sin final. La madre, desesperada, sin detenerse, buscaba apoyo, ayuda para su convaleciente hijo. Se pasaba todo el día de un lugar a otro. Una luz de esperanza brillo días después del inicio de su desesperada travesía. Logró encontrar una fundación para personas en situación de discapacidad llamada Franklin Delano Roosevelt. Un lugar donde su hijo tendría refugio, también ayuda para superar los obstáculos que se le presentarían en el futuro.
El tiempo se encargaría de hacer notorias las secuelas del accidente. Producto de esa tragedia, una parálisis cerebral lo obligaba a utilizar un caminador o una silla de ruedas si quería moverse a otra parte, además era un 95% ciego, su visión se vio gravemente afectada. Pero luego de un exitoso tratamiento en una importante clínica, lograría mejorar notablemente su visión. Desde ese momento llevaría un par de gruesas gafas que hasta el día de hoy son sus fieles compañeras.
Con la compañía incondicional de su mamá, Jimmy sobrellevaba muy bien su problema. Ella lograba cubrir la falta del padre, un “mujeriego” que nunca estuvo cerca de ellos. Se hicieron fieles compañeros de vivencias inolvidables, fortalecierón el lazo madre e hijo.
En un parpadeo, Jimmy había dejado de ser un bebé. Había aprendido mucho, logro cosas que nadie esperaba que consiguiera, como hablar con gran fluidez. Demostraba que pese a su discapacidad era un niño como cualquier otro. Ese lugar, donde tanto había aprendido, era un hospital, un lúgubre hospital. Un lugar que para muchos niños es de miedo, para él no lo era, para Jimmy era el paraíso, su lugar favorito, donde aprendía, donde disfrutaba, lleno de personas como el, personas que lo querían. Jimmy Naranjo le iba a dar el primer gran golpe a la vida con la edad de nueve años.
}El niño del grave accidente, hacia cosas que los niños normales hacían. Estaba listo para dar un enorme salto, ingresar a un colegio, un colegio para niños normales. En el colegio distrital Nazaret de la ciudad de Bogotá seria donde tendría su primera experiencia rodeado de niños diferentes a él. Todo era difícil en esa época, las constantes burlas de sus crueles compañeros que lo llamaban “el bobo”, “el bebé”, esos niños no dejaban de verlo con sus ojos juzgadores, penetrantes hasta los huesos. Para desplazarse a algún sitio, era necesaria la ayuda de sus hermanos o de un caminador, que no era nada fácil de utilizar. Una tarde, Jimmy iba de regreso a casa después del colegio, tenía que subir una loma, se movía casi de rodillas. Un niño de la calle lo imitaba, se burlaba cada vez que lo veía. Con el paso de los días, la escena se repetía. Un día Jimmy, finalmente cansado de esta situación, se voltea súbitamente, cuando tiene a este niño frente a él le dice: –es muy “chévere”, muy lindo caminar así-, el niño le respondió – es que usted camina muy chistoso y me parece genial- a lo que Jimmy contestó –pues para mí no es nada genial, es muy doloroso, desearía tener sus pies. Espero que nunca le pase lo que a mí me pasa, porque esto no se lo deseo a nadie-. Así ese niño, que era de la calle, entendió una situación tan seria, recapacitó. Posteriormente hicieron una buena relación, se apoyaban.
Con el pasar del tiempo, Jimmy había dejado de ser el niño diferente, era uno más del montón, nadie se sorprendía al verlo. No le importaba más que disfrutar, aprender, vivir ese lugar. Pero él, a su corta edad, había aprendido que en la vida no todo es de color rosa, que la suave brisa puede convertirse en tormenta en cuestión de segundos. Su madre, ella, una mujer corpulenta, de 1.85 de estatura, muy trabajadora, cargaba a cuestas como un gran bulto una difícil enfermedad, el cáncer. Se había vuelto una autentica vida de hospital, pues cuando ella no estaba en el hospital con su hijo, estaba en otro donde le ayudaban a tratar su mal. Esa penosa enfermedad cerraría los ojos de la madre de Jimmy para siempre, esos ojos que siempre vieron con amor y cariño a su “bebé”, para quien parte de su mundo se había hecho trizas con la ida de su mamá. Los días posteriores al suceso fueron difíciles, un niño de solo 13 años, como si no fuera poco lo que había tenido que sufrir con su discapacidad, ahora se quedaba sin esa persona que siempre lo animaba a seguir adelante. Entonces ¿cómo podía seguir adelante sin ese ser especial junto a él?, afortunadamente contaba con unos buenos hermanos, quienes lo arroparon en ese momento, además las personas de la fundación, las del colegio terminaron siendo vitales para que el corazón golpeado de Jimmy se repusiera lentamente.
Como diría el mismo Jimmy “cuando Dios cierra una puerta, siempre abre una ventana”, repentinamente apareció algo que sanaría el alma de Jimmy, la música. Un profesor alemán, seria quien le enseñaría la música. Empezó a disfrutar las notas musicales, están por doquier, es in evitable disfrutarlas. Primero aprendió a tocar la flauta, luego un poco de teclados, también guitarra.
La función tenía que continuar, la película no se detenía. El niño había salido del capullo, era un joven que empezaba a volar por nuevos horizontes. Llegaba la secundaria, de la mano con nuevas experiencias. Como su primera novia, era la tía de un paciente de la fundación, una mujer sin ningún tipo de discapacidad. Con las constantes visitas de ella a la fundación, se topaban casi diariamente. Se conocierón mejor. Un día Ruth, le propuso a Jimmy ser más que amigos. Novato en los asuntos del amor, esto caería como un baldado de agua fría para el joven. Quedo atónito en el momento, pero poco tiempo después con cabeza fría, además con la influencia de los amigos, incursionó con una mujer en su primera relación amorosa. Esta sería una de las experiencias que nunca olvidaría. El romance duró poco más de un año, finalmente reconocieron que no eran el uno para el otro, tomaron rumbos diferentes para nunca más encontrarse.
Se aproximaba a pasos agigantados el final del colegio, se volvió rutinario, además había perdido su mística. El día de la graduación llegó. Un día de ensueño para la mayoría de las personas, el día más esperado, el que nunca se olvidará, pero que para Jimmy no era más que un día normal. Sabía que no iba a tener una gran fiesta como las que se ven en las graduaciones gringas, pese a sus múltiples logros, ni siquiera una torta, por motivos económicos, eran tiempos difíciles. Llegó a alcanzar algo que ni los mismos doctores de la fundación esperarían, pero no se iba a celebrar más que con una simple felicitación, más aún porque esos últimos días no eran como los primeros, se habían vuelto monótonos, no eran más que un “tramite de oficina”.
Jimmy, era un adulto independiente, podía valerse por sí mismo. El rumbo de su vida no era claro. Él, seguía en la fundación, esta vez como colaborador. Tiempo después, en la fundación buscaban rápidamente un sustituto, pues el profesor alemán de música se iba del país por motivos familiares. Sin encontrar uno idóneo, decidieron elegir a alguien del riñón de la fundación, Jimmy Naranjo. Finalmente había encontrado, sin darse cuenta, que su elocuencia y su facilidad para compartir sus conocimientos lo iban a catapultar a hacer algo que le gustaba, enseñar. Por fin encontró su vocación. Volvía a los salones de clase, esos recintos cerrados que lo aterrorizaban cuando era pequeño. Iba a enfrentar a sus viejos demonios, esta vez decidido a vencerlos definitivamente. ¡Profesor!, quien se iba a esperar que Jimmy terminara de profesor, las vueltas de la vida.
Enseñó en varias instituciones. Los jóvenes, se burlaban de él, cuestionaban si una persona en situación de discapacidad podía enseñar normalmente, volvían a aparecer esos ojos juzgadores que tanto daño le hicieron en su juventud. Jimmy había crecido, pero en su interior no, aún conservaba su alma de niño. Eso le facilitaba llegar a los corazones de los niños, claro, sabía lo que les gustaba, lo hacía y funcionaba. Se ganó el respeto, la admiración y el amor de sus alumnos. Les demostró que lo que él no tiene en piernas lo tiene en cerebro.
Parecía al fin haber encontrado el equilibrio en esa turbulenta vida. Pero él necesitaba conseguir dinero, porque de la caridad no se puede vivir. Por la ayuda de algunas personas conocidas trabajaría como celador. Un mar de dudas rondaban su cabeza, pero la necesidad vence a las dudas, sin pensarlo dos veces tomó ese nuevo trabajo. Llegaba a trabajar en un edificio enorme, con gran número de oficinas. Por suerte para él, no sería necesario portar un arma, ni enfrentarse contra los delincuentes mano a mano, sería el encargado de vigilar las cámaras de seguridad, él avisaría lo que pasara. Era un buen trabajo, pero a kilómetros de su casa. Tenía que quedarse a dormir en el mismo lugar donde trabajaba, solo iba a su casa los sábados por la tarde para descansar el domingo. El trabajo solo duró un mes, pero le pagaron muy bien ese tiempo, logro conseguir “oxigeno” por algún tiempo más.
Seguía yendo normalmente a la fundación, aunque ahora realizaba otras labores. Una tarde, acompañada de un diluvio, a la fundación ingresó una mujer empapada, visiblemente desesperada. Era Marina, una mujer que asistía a la fundación a tomar clases de modistería, pero que en esa ocasión no vendría con ánimo para eso. Le alcanzaron una toalla, una bebida caliente que le equilibrara los nervios, para que con calma les contara los problemas que la aquejaban. Tenía dos hijos a los que no les podía dar lo que necesitaban, también un marido que no hacía nada por nadie. Jimmy, junto con los compañeros de la fundación lograron reunir un mercado para ayudar a la desesperada mujer.
Lo único que faltaba era revisar la situación de vivienda de la mujer, para corroborar si lo que decía era cierto. Una sorpresa fue la que se llevaron al ver la casa donde esta mujer convivía con sus hijos, era un tugurio, no había comodidad, ni limpieza. Era un lugar completamente hostil para vivir. Esta mujer no tenía ayuda de nadie, ni de su propio marido, un hombre alcohólico, sin ningún tipo de interés más que comer, dormir y beber. Ese tipo se quedaba tirado todo el día en la cama, no precisamente acosado por una enfermedad terminal, bueno, algo así, por pereza. Como un animal moribundo cuando presiente su muerte, no hizo más que “echarse a morir”, cosa que como una predicción, terminaría sucediendo.
La viuda Marina, se integra a trabajar en la fundación con la ayuda de todos, para así tratar de mejorar la situación de vivienda. Eran días agradables para Jimmy, trabajaba en la fundación, tranquilo, ayudaba a personas, además con la agradable compañía de Marina, que cada vez se iba haciendo más necesaria. Sin ninguno de los dos sospecharlo, el amor lentamente iba surgiendo, cada vez disfrutaban más la presencia del otro. Hasta que cupido hizo de las suyas, el idilio comenzó. Eran buenos días, más aun acompañados con el brillante sol de verano. Todo pasó muy rápido, Jimmy hizo una excelente relación con los dos hijos de Marina, rápidamente llenó ese vacío en ellos que su descuidado padre había dejado al negarlos. No paso mucho tiempo para que el par de enamorados formaran su propio nido de amor. Jimmy cumpliría uno de esos sueños que parecía imposible, tener una familia propia. Finalmente había encontrado una mujer que amaba, que le correspondía ese amor y unos niños que quería como sus hijos. Poco tiempo después, Jimmy iba a vivir una experiencia que le sacudiría su mundo. El amor que crecía exponencialmente, se vería materializado en un pequeño ser, que llegaría a la vida de Jimmy, a cambiarla por completo, a obligarlo estar siempre ahí, con amor para esa personita, su hijo propio.
Después de tanta felicidad junta la burbuja explotó. En cuestión de poco tiempo Jimmy vivía su sueño, pero vivir un sueño tiene su costo. Tenía que dejar de lado trabajar en una fundación sin ánimo de lucro para empezar a buscar un trabajo fijo que le garantizara cubrir las necesidades de su familia. A medida que sus hijos crecían, paralelamente las cosas que necesitan crecen también, la obligación apretaba cada vez más fuerte. Era un momento de desesperación, la inseguridad estaba de vuelta en su vida. No conseguía un trabajo, el tiempo se estaba agotando.
Era el día 6 de diciembre de 2013, los hijos de Jimmy se levantaban temprano para ir al colegio. Lo alistaron a él para después marcharse pasadas las seis y media de la mañana. Él, luego de reflexionar por un rato, saco su querida flauta, también un vaso, solo eso necesitó, luego se marchó. Eran las siete de la mañana, la ciudad estaba agradable, un buen sol del mes de diciembre acompañaba el día. Jimmy subió a la estación de Transmilenio de la calle 40 sur. Esperó un vehículo sin destino fijo. El d21 fue el primero que se le ocurrió tomar. Su cabeza estaba llena de ideas que iban de un lado a otro, como las personas que observaba pasar por la ventana. Nunca tuvo un viaje tan largo. Una hora había pasado desde que se subió al vehículo, observó que la siguiente parada era en la estación de la calle 76, decidió que ese sería su destino. Se bajó de la estación por la calle 74, con el rabillo del ojo vio un hombre pidiendo monedas por caridad en la esquina, entonces decidió ir hasta la calle 76.
Cuando llego ahí se quedó un rato inmóvil, perplejo, miraba el lugar, la timidez lo dejo congelado. A su cabeza llego la imagen de su amada esposa con sus hijos, pensó en las necesidades que tenía, fue esa la fuerza suficiente que necesitó. El día seguía soleado, una gota de sudor brotaba de su frente, pero no era de calor. Llego el momento: sacó su flauta de su forro de suave terciopelo, puso su vaso a un costado de su silla, sin pensar más empezó a tocar. La gente lo miraba raro, otra vez las miradas juzgadoras regresaban, era difícil ignorarlas. El sol empezó a impactar más fuerte sobre su piel, tenía sed, pero continúo con su música. Desafinaba, una especie de miedo escénico que le hizo recordar cuando siendo solo un joven de 14 años, interpretaba con su flauta el himno nacional en la universidad nacional de Colombia, frente a una enorme multitud, pero parece que tocar en la calle le produce más pánico. La música era difícil de recibir, la gente con afanes, hablando por sus celulares no escuchaban atentamente. De esa forma pasaba muy lentamente ese día, uno de los más largos. El reloj parecía andar mucho más lento de lo común, el sol no avanzaba, más bien incrementaba su intensidad. Hasta que por fin cayó el sol, el frió de la noche le daba cierto alivio a Jimmy, que al ver el vaso con dinero suficiente para sobrevivir un día más, sintió una leve brisa de aire fresco sobre su cuerpo. El regreso a casa no pudo ser mejor, llego con la convicción de que una de las cosas que más le gusta hacer en la vida, sería lo que lo ayudaría a conseguir el dinero para que no le faltara nada a su familia.
Casi un año había pasado desde ese día. Se había acostumbrado a las dificultades, las había superado. Se concentra tanto cuando interpreta su flauta que las agudas notas que brotan de ese instrumento lo elevan, lo llevan a otro lugar, donde solo está el con su melodía.
Hay estamos, los dos tocando música, sin preocupación, en la calle. Disfruta bastante tocar la flauta, es como una extensión de su cuerpo que lo acompaña diariamente. Parece no importarle el ardor de sus desgastados dedos, muestra de que ha tocado por varios días. Es un hombre de 35 años que aparenta unos 10 años más, producto de la batalla diaria que sostiene desde la niñez con la vida. Su piel seca muestra las secuelas de largos días bajo sol, su vista empeora cada vez más, sus gafas gruesas no pueden evitar que su visión se deteriore con el paso del tiempo, tuvo que renunciar a la lectura desde hace mucho tiempo. Pero es el mismo niño, el que alguna vez cayo por las escaleras, pero que este accidente lo único que hizo fue darle fortaleza para superarse.
Cuando terminamos de tocar, la llovizna ha amainado, cruzamos unas palabras. Es muy amable, me muestra su facilidad para hacer amistades. Me dice que para cualquier cosa que lo necesite no dude en llamarlo. Compartimos números telefónicos y nos despedimos con un cordial apretón de manos, con sus manos maltratadas, rasposas por del esfuerzo. Cuando me estoy alejando, no puedo evitar pensar que será lo que la vida le depara a Jimmy, si seguirá tocando en las esquinas de la ciudad, si podrá volver trabajar en fundaciones sin ánimo de lucro, si tal vez vuelve a trabajar de profesor, si puede conseguir su tan ansiada casa propia, si logrará reunir el dinero para realizarse las costosas cirugías que le faltan para poder de una vez por todas vencer esa discapacidad, si su familia seguirá creciendo o si como sus hijos le prometieron “cuando seamos grandes, seremos profesionales y le regalaremos una finca con piscina para que pasemos más tiempo juntos”, el tiempo lo dirá… lo único seguro es que este personaje seguirá su constante lucha cotidiana con la vida, acompañado de su flauta, sacando su familia adelante. Este flautista muestra que no importa el físico ni las discapacidades que una persona tenga, que la mayor discapacidad está en la cabeza, es la incapacidad mental de pensar que no se pueden realizar los sueños por unas barreras que uno mismo se impone. Las oportunidades no se las ponen a uno mientras se está sentado esperando, hay que salir, cazarlas, así se podrán conseguir las cosas que parecen imposibles.