En la cárcel la Picota de Bogotá, en un pabellón de máxima seguridad para mayor insidia, con estoicismo lleva su reclusión el otrora comandante guerrillero Jesús Santrich, Seuxis Paucias Hernández. El prolífico escritor, músico y poeta que en el más lóbrego de los escenarios no columbró jamás que, en lo que a él concernía, el festejado acuerdo de paz entre el gobierno nacional y las Farc-Ep, del cual fue uno de los principales protagonistas, terminaría en esa forma: con sus huesos en prisión.
Noticia sorprendente, que para nada debería serlo, es la perfidia ínsita al Estado colombiano puesta de manifiesto como en ninguna otra circunstancia a lo largo de su historia en los pactos de paz que hace con sus contradictores. Sean estos enemigos verdaderos que aspiran a arrebatarle la condición de clase dominante que ostentan quienes se hacen al control del gobierno, o se trate de disputas ínter élites ya por ser la fracción hegemónica en esa dominación o por un cambio en el modelo de desarrollo, tal como sucedía en el común de las guerras civiles del siglo XIX. En todo caso, la traición.
En el caso particular del proceso de paz que mencionamos y de Jesús Santrich (uso su nombre de guerra no por prurito de rescatar esta condición sino por su grata sonoridad que lo ha hecho tan reconocido), en esa odiosa característica que mencionamos, han confluido tres factores, formidables enemigos a su vez de lo bueno que pueda comportar esta paz para nuestra nación. El primero, y más importante, por el peso definitivo que tiene en las decisiones del Estado la embajada norteamericana. El segundo, el sectario odio irreductible del poder político, los medios de comunicación y la clase dominante hacia cualquier forma de resistencia, más el de una armada como eran las Farc. Y tercero, cómo no, el militarismo, no tan solo de los militares, sino de la sociedad colombiana contagiada de él vía los actores del anterior factor, haciendo que hasta los más pobres maldigan de su condición adjudicándosela a la guerrilla y reclamando en consecuencia manu militari contra ella y de paso contra toda forma de contestación. Ciegamente, aún sin reparar en que se haya desmovilizado.
Y como un catalizador encargado de emulsionar todo lo anterior, un personaje “señor de las sombras” sobre el que cada vez se ciernen más sospechas: Néstor Humberto Martínez Neira. Él, encarnación fiel de aquellos tres factores e investido del enorme poder de su cargo, asumió como una cruzada personal la causa de Santrich. La de su encarcelamiento y extradición a los Estados Unidos, acuerdo de paz aparte, Constitución que lo acogió, aparte. Este prohombre a quien en este noviembre de 2018 le estalló la bomba del pasado revelando las sinuosidades de su vida pública y económica, sus inhabilidades y las sospechas detrás de su sin igual ejercicio profesional y plutocrático, el mismo que como arrogante Catón anuncia ante los medios —y a continuación ejecuta— demoledoras acciones judiciales y militares contra honras y patrimonios de ciudadanos a quienes después la justicia declara inocentes, ese mismo Néstor Humberto Martínez es el que hoy acorralado lucha por su cargo frente a la demanda nacional de que renuncie.
Y ¿cómo se aferra al cargo Martínez Neira? Fiel a su naturaleza, de la misma forma como ha trepado en el mundo político, social y económico: apoyándose en poderosos amigos, siendo obsecuente servidor de gente muy importante, adulando aquí y allá, pero sobre todo, con astucia, mucha astucia: medias verdades, habilidad retórica, destreza sofística e inteligencia. Esta, que bien vale recordarlo, no siempre es virtud.
Entonces, paradojas de la vida, mientras el imperial dignatario encargado por lo más retardatario del statu quo de la innoble misión de “hacer trizas” el acuerdo de paz suscrito con las Farc-Ep encarcelando y extraditando a los Estados Unidos a los hombres que ayer no más aceptaron la oferta de la institucionalidad de deponer las armas y entrar a participar en el ejercicio político con garantías, mientras ese imperial señor repetimos, lucha por no zozobrar en las turbulencias de su pasado, sus pactos y compromisos, su víctima, Jesús Santrich bajo el rigor de las prisiones que la clase dominante en Colombia reserva a sus contradictores, sereno el espíritu, el ánimo optimista, escribe y publica bellos poemas para niños, densos ensayos histórico-políticos y envía ponencias a los foros del movimiento social. Y pásmense todos, misterios del arte y talante del guerrero, invidente como es, pinta óleos de mérito conceptual y figurativo.
Al fiscal Martínez Neira está rendido ante una ordenanza que va por encima —redundancia decirlo— de los intereses nacionales. Y lo repetimos porque es un secreto muy bien guardado, ya que de ello depende el éxito de la misión, él es la ficha medular para desandar el camino de la paz. Para que esta se quede en la firmada y no llegue a serla paz lograda. Martínez tiene ese compromiso con esa clase, a la que debe su ascendiente y preponderancia, clase que no por privilegiada deja desentirse maltratada y en consecuencia clama venganza que llama justicia. Con un ítem muy prominente: para unos la guerra es un negocio, la guerra los favorece.
Son entonces dos los más salientes prisioneros en este momento en Colombia: uno al que cual lo han cantado poetas que con crueldad han sufrido esa condición como Miguel Hernández, el carcelero no le podrá encadenar el alma, y otro, el pobre otro, el que aun mandando sobre presos y centinelas, tiene el alma aherrojada con los grillos de la codicia y la concupiscencia del poder.