Je suis Caquetá, dice un ciudadano

Je suis Caquetá, dice un ciudadano

Solidaridad por la muerte de los cuatro niños

Por: Farouk Caballero
febrero 14, 2015
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Je suis Caquetá, dice un ciudadano

Desplazados, amenazados y ultimados. Así se resumen los últimos años de los cuatro hijos de Jairo Vanegas Lozada, quien vivió el horror más cruel al sepultar a sus ángeles, pero su tragedia no nos incumbe.

Un vuelo directo desde Bogotá a París dura once horas y media. Diez veces menos se gasta un avión desde la capital colombiana hasta Florencia, Caquetá. Sin embargo, nos importan más las tragedias lejanas que nuestra propia geografía del horror. La indignación se generalizó por las víctimas parisinas. A sus familias mis condolencias, así no lean español. En cambio, a los familiares de los niños masacrados con tremebunda cobardía en El Cóndor, Caquetá, mi más sincero perdón por ser colombiano, por pertenecer a un país sin respeto por sus millones de víctimas.

Salvo escasísimas excepciones, somos indolentes. Nos gusta posar con tragedias internacionales, pero nuestras atrocidades se las entregamos al olvido y al silencio. Quizá porque directa o indirectamente tenemos alguna responsabilidad, pues al hacer autocrítica colectiva muy pocos saldrán bien librados, por eso nos atemoriza conocer a fondo los conflictos de indígenas, afros, campesinos, guerrillas, narcotráfico y paramilitares. Esos problemas son de otros colombianos, no de nosotros, no de las capitales. Optamos, como lo expone William Ospina recordando al maquiavélico Laureano Gómez, por “separar el oro de la escoria”, como si todos no fuéramos la misma… vaina.

Y digo optamos, porque muy poco se ha hecho ante los ríos de cadáveres que componen el paisaje de Colombia. Según el excelente trabajo del Grupo de Memoria Histórica, hasta noviembre de 2011 tenemos 50.891 desaparecidos. Para darnos una idea de la horrorosa magnitud de la cifra, he de decir que si ubicáramos a todos los desaparecidos juntos: llenaríamos el estadio Nemesio Camacho El Campín, y nos sobraría gente. Colombia tiene más desaparecidos que todas las dictaduras suramericanas juntas. Ellos claman justicia, pero no se la damos.

El mismo GMH sostiene que cada hora hay 22 nuevos desplazados. Cuando usted termine de leer éste texto, desgraciadamente, esa cifra brutal se mantendrá. Lamento que con un interés de maquillar realidades para que el gobierno no se vea golpeado, el GMH suelte una perla de una ridiculez ofensiva: define nuestra violencia como “frecuente y de baja intensidad”.

En esa “baja intensidad” cuatro hermanos perdieron la vida. No bastó con su indigna condición de desplazados. Tampoco con las amenazas que sufrieron por el maldito pedazo de tierra; como no cedieron, los infanticidas procedieron a mantener su ley del plomo. Ni la Fiscalía, ni la Policía, les brindaron la protección que pedían a gritos. Cuatro niños vieron truncado su futuro porque en los márgenes la criminalidad sigue avante. En cambio, cuando llegó a la ciudad, desató la década negra de atentados, bombas y víctimas de las capitales, de las clases altas. Pablo Escobar desestabilizó al Estado porque lo atacó de frente, ¿volveremos a esperar que eso suceda? No creo, o me niego a creer, espero que la deshumanización de toda la historia violenta de Colombia nos entregue un mensaje claro: hay que actuar porque el silencio y el olvido solo le facilitan la permanencia a los violentos.

Las víctimas merecen igual respeto. Un muerto en Florencia, en Remedios, en Segovia, en Bellavista, en Tame o en El Salado, es otro colombiano. ¿Por qué no nos importan? ¿Acaso estar lejos del Louvre y tener una lengua nativa sin glamour es excluyente? Lo cierto es que Deinner Alfredo, un bebé de 4 años, sus hermanos Laura Jimena de 10, Juliana de14 y Samuel de 17, fueron cobardemente asesinados. El quinto hermano, Pablo de 12 años, recibió una bala en su cuello y sobrevivió milagrosamente. Ahora, con todos sus traumas es pieza clave para capturar a los asesinos, pues parece que la Policía y el Estado necesitan masacres para generar capturas.

Vale la pena recordar, según escribió Alberto Salcedo, que en la geografía del horror, los asesinos “nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo […] Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen”. Miserablemente, sin la masacre, muy pocas personas sabrían en las grandes ciudades que cerca de Florencia, en Caquetá, existe una vereda llamada El Cóndor. Esa es nuestra geografía del horror, y así El Cóndor no sea la cuna utópica de libertad, igualdad y fraternidad, a mí, mis muertos, me duelen más. Por eso: je suis Caquetá.

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